miércoles, 28 de diciembre de 2011

Ostentatio genitalium

Varón de dolores, Maarten van Heemskerck, 1532,
 Museo de Bellas Artes de Gante, Bélgica

Aquí Cristo es “varón de dolores” (Is. 53:3). Los ángeles se disputan la carne resucitada. La mano muestra el estigma, la marca. El costado todavía sangra un poco, dando prueba de la sangre renacida. El cuerpo, espléndido. No podría ser de otro modo, es el cuerpo de la resurrección.
Tampoco podría ser de otro modo el pene apenas velado, poderoso. Es el símbolo de la restauración después de la muerte. Como Osiris, con el miembro viril enhiesto después de que Isis lo recogiera en pedazos del Nilo. El falo no es sino la inmortalidad. Siempre lo fue.
En el Renacimiento, era frecuente la mostración ostensible de los genitales de Cristo, como en este cuadro ciertamente manierista del holandés van Heemskerck. El acontecimiento de la resurrección, diría Badiou, consiste en que Cristo es humano; un varón de dolores experimentado en el quebranto, dice Isaías. La llamada ostentatio genitalium venía a confirmar esa carnalidad paradojalmente gloriosa.
No pocos artistas renacentistas mostraban con orgullo el pene de Cristo como testimonio de la pujanza de la carne, de la derrota de la muerte. Después vinieron otros tiempos. En la capilla de Sixto IV, los genitales majestuosos de El Juicio Final fueron tapados con trapos vergonzosos. Es una lástima que el cristianismo renunciara a este cuerpo del pene insurrecto. 

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Ecce corpus

Un par de zapatos, Vicent van Gogh, 1886, 
Rijksmuseum Vicent van Gogh, Amsterdam

He aquí un cuerpo. ¿Dónde? ¿En estos zapatos gastados de campesino? Pero si el campesino no está.
Sí está. Está en la deformidad grotesca que fue modelando el peso del cuerpo, todo de pie en los zapatos. Está en el alivio de esos cordones desatados después del trabajo. Está también en esas rajaduras que dejan pasar el agua de la lluvia cuando llueve el agua.
Es la autosuficiencia de la imagen artística, diría Heidegger en Caminos de bosque, un ensayo delicioso. Los zapatos significan por sí mismos.
Que hable Heidegger: “En la oscura boca del gastado interior del zapato está grabada la fatiga de los pasos de la faena. En la ruda y robusta pesadez de las botas ha quedado apresada la obstinación del lento avanzar a lo largo de los extendidos y monótonos surcos del campo mientras sopla un viento helado. En el cuero está estampada la humedad y el barro del suelo. Bajo las suelas se despliega toda la soledad del camino del campo cuando cae la tarde. A través de este utensilio pasa todo el callado temor por tener asegurado el pan, toda la angustia ante el nacimiento próximo y el escalofrío ante la amenaza de la muerte”.
¿Cómo que no está el cuerpo? El cuerpo también está en la huella.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Una mujer de pueblo

La morte della Vergine, Michelangelo Merisi, 
Il Caravaggio, Museo del Louvre, 1606

La Virgen está muerta. La luz cae, lúcida, sobre María. Y sobre la otra María, María Magdalena, que rehúsa el rostro. El resto es oscuridad, una oscuridad roja como ese telón rojo que teatraliza la escena tenebrosa.
Los carmelitas, que le pidieron el óleo monumental (tiene más de 3 metros de alto y dos metros y medio de ancho), lo rechazaron, escandalizados. No era para menos.  En María no hay nada sagrado. Tiene los pies hinchados. El vientre abultado. La mano muerta apunta a la tierra, no al cielo. Cuesta ver el sutil halo de la santidad.
El arte sacro es para con-mover al creyente, para moverlo a la fe. Y aquí no hay más que una mujer de pueblo muerta.
De allí las murmuraciones. Que la modelo era un ahogada en el Tevere, por eso el vientre hinchado. Que no, que el vientre indicaba la gravidez, ese atributo místico y contradictorio de la virginidad. Que tampoco, que la que posó era Lena, la amante puta del pintor.
Y, en todo caso, esa muerte no ha sido la dormición, ese tránsito leve e indoloro, que cualquiera sabe que atravesó la Virgen. De nuevo, que no. Que, así como antes se mostraban los genitales de Cristo para probar su condición de hijo de hombre, María también.
En fin, que es una muerte, no una asunción. Recién en 1950, Pío XII declaró ser dogma que María fue asunta en cuerpo y alma. En cuerpo, repetimos, y alma. Puede que en este lienzo esté el cuerpo, pero seguro que no está el alma. Qué se podía esperar de Michelangelo Merisi, il Caravaggio, que se pasaba retratando los hombres y las mujeres del Trastevere. 

miércoles, 7 de diciembre de 2011

La memoria de la muerte

Vanitas, Arturo Aguiar, 2007
Fotografía directa de acción 

Sobre el mantel de hule se sienta la muerte. O, al menos, los signos premonitorios de la muerte. La copa caída. La fruta marchitable. Uno de esos duraznos tal vez levemente tumefacto, como en un cuadro de Caravaggio.
Las luces de la ciudad, fuertes, parecen la vida en la ventana. Pero están como desajustadas, son inestables también ellas.
Esta imagen del cuerpo es una advertencia. Una vanitas, aquello del Eclesiastés: “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”.
La memoria de la muerte viene del siglo XVII y, aún antes, del siglo XV, cuando la peste y la peste de las guerras hicieron que los cristianos necesitaran un Ars morendi, un manual del bien morir.
Y, sin embargo, en pleno siglo XXI, hay quien piensa en la nimiedad del mundo ante la certeza de la muerte. Es porque el cuerpo sigue anidando los huevos de la muerte, ahora demorada un poco más, pero anidándolos de todos modos.
No hay anacronismo, entonces, en el tema. Tampoco lo hay en el estilo, completamente barroco, de esta fotografía intervenida.
Arturo Aguiar distribuye las luces y las sombras. Ilumina apasionadamente el mantel y sus vanidades. Y ensombrece el cuerpo vivo. Hace, en fin, una fotografía barroca, como las vanitas del siglo XVII.
Claro que esta admonición bíblica bien puede transformarse en una incitación. “Las vanidades transmiten a veces un gran pesimismo –dice Robert Muchembled, que conoce bien al Diablo-, y otras veces una invitación a gozar intensamente de la vida”.