miércoles, 30 de mayo de 2012

El goce de Teresa


El éxtasis de Santa Teresa (detalle), 
Gian Lorenzo Bernini, 1647/1652, 
capilla Cornaro, Santa María de la Vittoria, Roma

El mármol blanco disimula los borbotones de sangre. Pero no puede ocultar la carne estremecida, el aire que gime la boca entreabierta. El goce está inscripto en el cuerpo de Santa Teresa.
En verdad, lo único que hace Bernini (1598/1680) es transcribir, cada palabra un golpe de cincel, el texto de la monja: Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter por el corazón algunas veces, y que me llegaba a las entrañas. Al sacarle, me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. El dolor era tan fuerte que me hacia lanzar gemidos, mas esta pena excesiva estaba tan sobrepasada por la dulzura que no deseaba que terminara. Dolor y deleite.
Santa Teresa había escrito unos comentarios al Cantar de los Cantares, que veía como una celebración erótica del matrimonio místico. Su confesor le ordenó que los quemara. Una monja no habla de esas cosas.
En todo caso, una religiosa, si es atrevida, sabe vagamente que hay un goce femenino en las casadas, que acceden a él sólo si su placer está sometido al falo poderoso de sus maridos. Sobre ese goce se tiende un velo del pudor. Pero nuestra monja habla de un goce sin velos, de un goce que se de-vela. Está en el cuerpo, más allá del imaginario social (que es masculino), más allá de las palabras.
Lacan dice que el goce místico, que de eso se trata, queda fuera del lenguaje. Es indecible. Abre un territorio misterioso, el de la sexualidad femenina. En la frontera misma de ese continente, como mármol que late, está el goce de Teresa.

miércoles, 23 de mayo de 2012

La Venus herida


La Venus del espejo, Diego Velázquez, 1647/1651, 
National Gallery, Londres

Es el cuerpo de una mujer, no el de una diosa. No hay rosas, ni mirtos. Sólo esas curvas de vértigo. El aire (el famoso aire de Velázquez) le acaricia las ancas.
Nuestra mirada se derrama sobre el cuerpo nacarado. Sin darnos cuenta, evitamos mirar el espejo. Pero es la única manera de ver su rostro. Miramos, pues. Venus nos mira desde el espejo. ¿Pero es Venus? ¿Ese rostro difuso, abotagado, que desmiente la nuca de cisne, es Venus? Hay una falta de armonía entre ese cuerpo y ese rostro. ¿Será que Velázquez nos advierte que la imagen es, siempre, engaño? Tal vez.
No es lo que pensó Mary Raleigh Richardson, que la acuchilló cruelmente.
La Venus del espejo tajeada, en 1914, por Mary Raleigh 
Richardson que después declaró: La justicia es un elemento 
de la belleza tanto como el color y el diseño de un lienzo
Mary the slasher era una feminista de la Women’s Social and Politic Union (WSPU). Los ruidos de la Guerra inminente apagaban los clamores sufragistas, que iban de mal en peor. La legendaria Emmeline Pankhurst, que lideraba la WSPU, había muerto recientemente por secuelas de una huelga de hambre. Mary, que con el tiempo fundaría la British Union of Fascists, había apedreado algunas ventanas ministeriales y volado alguna vía ferroviaria. Un día de invierno entró a la National Gallery y le metió siete cuchilladas a la Venus de espalda. No tocó el espejo.
Intenté destruir la pintura de la más bella mujer de la historia de la mitología como protesta contra el gobierno por destruir a la señora Pankhurst –declaró Mary-, que es la más hermosa de la historia moderna. Para ella, la imagen del cuerpo deseado de Venus representaba el exactamente el cuerpo enflaquecido de Mrs. Pankhurst. Dos cuerpos equivalentes. Como si las imágenes no fueran, siempre, un engaño.

miércoles, 16 de mayo de 2012

El Apocalipsis de la intimidad


De la instalación El ojo caleidoscópico, Los Carpinteros 
(Marco Antonio Castillo Valdés y Dagoberto Rodríguez Sánchez), 
2009, Mori Art, Tokio

No es el derrumbe del muro de Berlín. Tampoco es el Break down the wall! de Pink Floyd. Es un muro que se rompe con sordina. Los adoquines desbaratados se lanzan en todas direcciones dando lugar al agujero. Pero no cesan de hacerlo.
Se trata de una intervención plástica de Los Carpinteros (un colectivo cubano) cuyo artificio hace, precisamente, que el estallido esté sucediendo. Todo el tiempo. Los adoquines flotan en el aire, dispuestos a caer pero no caen.
Es parecido a lo que pasa en El siglo de las Luces. Alejo Carpentier relata un cuadro, Explosión de una catedral, que crispaba a los protagonistas de la novela, tal vez porque fuera un presagio de algo innominado. La pintura era del olvidado Monsù Desiderio (siglo XVI), que pintaba ruinas una y otra vez. Ruinas de ciudades, de templos, de mitos fundadores.
Explosión de una catedral es una imagen exasperante. Tal vez por su fijeza. Aquellas columnas, como estos adoquines ahora, se detenían en el espacio y en el tiempo como si fueran eternas.
¿Qué tiene que ver este efecto perturbador con la historia del cuerpo que pretendemos en este blog?Mucho, porque uno bien podría pensar que ese muro es el que, hasta un momento antes, amparaba el cuerpo íntimo. Antes de la detonación, todavía a fines del siglo XX, abríamos la ventana y nos apoyábamos en el alféizar a mirar cómo pasaba el mundo. Había un Yo en un espacio privado claramente diferente del espacio público. Como si hubiera un muro que separara casa de la calle, de los Otros. 
Ahora no. Ahora nuestro cuerpo está arrasado por los bytes que nos taladran la carne sin que nos demos cuenta, por los ojos electrónicos que nos miran pertinazmente sin que nos importe. Ya no hay, pues, un cuerpo privado. Y lo que sugieren estos adoquines detenidos, que caen y no caen, es la apocalíptica inmovilización de una catástrofe, la caída de la intimidad.

miércoles, 9 de mayo de 2012

La subversión del mundo


El cumpleaños, Marc Chagall, 1915, 
Museum of Modern Art, Nueva York

Los cuerpos flotan. Ondulan. Flamean. Son inverosímiles, surreales. Marc contorsiona el beso. Bella liviana el aire, ingrávida.
Y los objetos. Ningún objeto acata la perspectiva. La torta de cumpleaños sobre la mesa, el plato, el vaso. El bolsito de ella está en el borde del mantel y de la tabla, también inestable. No hay un sistema de objetos. Al contrario, más allá de su funcionalidad, hay un secreto en ellos que sólo saben los amantes.
El único objeto real es el ramo de flores que Marc le regaló a Bella. En este contexto sobrenatural parece real precisamente porque es un símbolo, la imagen de los cuerpos enamorados.
También el tiempo es surreal: en una ventana, la de la calle, es de noche; día en la otra.
Pintar los cuerpos alados sin alas y sin tiempos no es más que pasar al lienzo los versos que escribía/pintaba Marc Chagall (1887/1985): “Abría la ventana y junto con Bella entraban en mi cuarto azul de cielo, amor y flores”.
Es una manera de verlo. La otra es acudir al cristal arduo de la filosofía. Gilles Deleuze y Félix Guattari decían que el cuerpo está hastiado de ser un organismo, ese “fenómeno de acumulación, de coagulación, de sedimentación que le impone formas, funciones, uniones, organizaciones dominantes y jerarquizadas, trascendencias organizadas para extraer de él un trabajo útil”. El organismo es el juicio de Dios del que se aprovechan los médicos.
Esto decían en 1980: “El cuerpo está harto de órganos y quiere deshacerse de ellos”. Sesenta y cinco años antes, Chagall ya había pintado ese cuerpo sin órganos.  

miércoles, 2 de mayo de 2012

La espalda y la espada


After the bath, woman drying herself, Edgar Degas, 
1890/95, National Gallery, Londres

La cintura es la de una reina de corazones. La espalda húmeda cae vertiginosa hacia las nalgas. Uno diría que Degas está espiando detrás de un cortinado, como cuando fisgonea los baños de las modistillas. Pero no, no es una demoiselle sorprendida. Es una modelo que posa. La delata esa rara torsión del cuerpo. Un torcimiento necesario para que la luz se deslice dramáticamente también sobre el hombro derecho. Eso pedía el cuadro, esa contorsión.
Hilaire-Germain-Edgar de Gas, conocido como Edgar Degas (1834/1917), pintó centenas de mujeres desnudas en el baño. Este pastel es una fiesta de texturas, un goce.
No es lo que vio Francis Bacon. “Si te fijas en la parte superior de la columna –dijo alguna vez-, verás que casi sale por completo de la piel. Y esto da a la imagen un giro y un carácter tal que cobras mayor conciencia de la vulnerabilidad del resto del cuerpo que si hubieras dibujado la columna con una trayectoria más natural hasta el cuello. Pero Degas hace que la columna parezca salir de la piel. No sé si lo hizo a propósito o no, pero el cuadro resulta mucho más espléndido porque de pronto percibes la columna detrás de la carne”.
De modo que, mientras Degas ve la suntuosidad de la piel, Bacon percibe el duro hueso. “Para Bacon, como para Kafka –escribió Giles Deleuze-, la columna vertebral no es si sino la espada del verdugo bajo la piel”.