miércoles, 26 de junio de 2013

Interdicción

La reproduction interdite*, René Magritte, 1937. Museum Boijmans van Beunigen, Rotterdam

* La interdictio es un modo de exclusión que impide que un creyente participe de prácticas sacrificiales o rituales, como la excomunión católica. 
El peluquero ha terminado su trabajo. Cortó las puntas. Pasó la navaja peligrosa sobre el cuello. Peinó el pelo con brillantina. Con un suspiro de satisfacción, pone un espejo pequeño a la altura de la nuca del cliente. No un espejo curvo; cóncavo o convexo. Un espejo plano que refleja los haces de luz paralelos produciendo una imagen virtual sin alteración alguna; al menos eso dice el espejo pequeño.
Ahora bien, normalmente el cliente ve las puntas cortadas, el cuello rasurado, el pelo con brillantina porque las puntas, el cuello y el pelo se reflejan en el espejo grande que está delante del hasta ahora confortable sillón de cuero. El espejo grande, que también es un espejo plano, refleja la imagen del espejo pequeño. Dice, el espejo, que los haces de luz se proyectan correctamente, en forma paralela. El cliente no se puede ver la nuca por sí mismo (esa imposibilidad de los espejos). Necesita dos espejos. 
Pero el espejo grande no espeja la cara del cliente, si no el atrás. De pronto, el sillón ya no es tan confortable.
Ahora el infinito que se forma cada vez que un espejo se enfrenta con otro espejo se convierte en una especie de agujero negro de la realidad. Sabemos que los espejos mienten, pero no así.
Uno bien podría decir que René Magritte (1898/1967) es el espejo pequeño. Está bien, es el cuadro pequeño que representa el mundo. Pero el mundo, el espejo grande, se ha abismado. O, más bien, se ha convertido en el cuadro pequeño y no nos muestra más que la nuca. 
Y, he aquí la tragedia, el cuerpo ya no puede contar con el refugio del espejo.

miércoles, 19 de junio de 2013

Solos

Macanudo (fragmento), Liniers, La Nación, marzo 5, 2013 
El dibujo interpela desde la ingenuidad devastadora de un chico de pantalones cortos y anteojos nada miopes. La sabiduría es un pájaro en la cabeza, declarará el dibujante en otra viñeta. El pajarito, el alter ego, empolla ideas en la cabeza nido hecho de flequillo.
“Estamos solos adentro nuestro pero rodeados por afuera”, dice el pajarito, dice Liniers (Ricardo Siri, Buenos Aires, 1973), que lo dibuja. Es la concepción moderna del cuerpo en la cual la piel es la frontera entre el adentro y el afuera, entre el sujeto y lo otro.
No siempre fue así. Hubo una época en la que el cuerpo estaba hecho de la misma carne que el mundo. David Le Breton cuenta cómo. En la cultura kanaka, un pueblo autóctono de la Oceanía, el cuerpo toma las categorías del reino vegetal. La piel es lo mismo que la corteza de los árboles. Los intestinos son lianas. Un niño desnutrido “crece amarillo”, como una raíz sin savia. El cuerpo se confunde con la naturaleza.
Después vinieron las fronteras. Lo primero fue la desacralización del cuerpo. Más tarde, la individualización; la ruptura con los otros y hasta consigo mismo. Desde entonces se tiene un cuerpo, no se es un cuerpo.
Ahora somos lo único que está del lado de adentro mío, como dice el pajarito melancólicamente. Por eso nos sentimos solos.  

miércoles, 12 de junio de 2013

Cuerpalma

El alma II, “Soul series”, František Drtikol, 1930 (fotografía)
Se eleva. Se adelgaza como si su materia fuera el aire. Una respiración, un soplo sin embargo femenino. Un cuerpo de mujer que apenas toca la línea recta inclinada sobre otra línea recta.
Hagamos la cuenta: un cuerpo, una línea recta, otra línea recta. ¿Cuál es la función de los elementos geométricos, duros, insobornables? Señalar el cuerpo evanescente.
František Drtikol (1883/1961) dice alma. Nosotros decimos cuerpo.
El alma no es otro cuerpo. No es ese fantasmita que sale de la boca de alguien que muere y que se va, que abandona el cuerpo marioneta en el que ha vivido. Si así fuera, el alma sería otro cuerpo. Un cuerpo ajeno al cuerpo.
¿Qué es, entonces? Veamos. ¿Cómo nos conocemos? ¿Cómo conocemos nuestro cuerpo? Uno accede a uno mismo sólo desde afuera. Digamos, yo me toco. Pero me toco desde afuera, no desde adentro.
Lo dice bien Jean-Luc Nancy. Cuerpo quiere decir el alma que se siente cuerpo. El alma que se eleva, que se adelgaza, que apenas toca la línea recta no es sino lo otro del cuerpo.

miércoles, 5 de junio de 2013

Soldaditos de plomo

Después de la batalla de Curupaytí, Cándido López, 1893. Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires
Soldaditos. Diminutas manchas rojas que se mueven sobre un campo lodoso. La pólvora negra mancha el cielo. Allá, en el horizonte, hay, no se sabe, árboles o cañonazos.
¿Adónde está encaramado el que mira? No hay árbol tan alto. No hay lomas tan altas en Curupaytí. Debe ser que el que mira necesita altura (una altura que no hay) para mirar una epopeya que no hay.
El que pinta es Cándido López (1840/1902). Quién sabe qué siente cuando pinta. Curupaytí es el lugar donde una granada le llevó el brazo derecho. Hace veintisiete años.
López, el manco López, empezó a mirar (y a reproducir la mirada) con la daguerrotipia. Él miraba, pero la mirada llevaba un minuto para fijarse en la lámina de plata. En ese minuto se jugaba la imagen. Debía prever entonces el encuadre, la composición, los detalles, sobre todo los detalles. Esto es lo que aprendió.

Después de la batalla de Curupaytí (detalle)


Después, la Guerra del Paraguay; la canallesca guerra. Después, Curapaytí y el brazo. Después, la batalla que fue una derrota. Un puñado de hombres diezmó a los guerreros de la Triple Alianza, entorpecidos por ese campo lodoso. Años después, Bartolomé Mitre, el comandante de aquel desastre, le encargó a López que pintara la “epopeya” de la Guerra Grande. Por eso la mirada desde lo alto.
Pero si nos acercamos, si recorremos ese cuadro de un metro y medio, vemos. Vemos los soldaditos que arrastran los cadáveres de otros soldaditos. El fusilamiento de un caído con una espada inútil en la mano. Los prisioneros derrengados. Los cuerpos tirados como si no fueran cuerpos. 
Vistos de cerca, los soldaditos vivos de López tienen ojos como agujeros, bocas como líneas negras. Sólo se reconoce a los muertos.