viernes, 31 de enero de 2014

El castigo del deseo

Quién sabe de dónde viene esta imagen, que flotaba sin nombre en el océano digital. No importa, lo que vale es lo que dice.
Dice árboles que se rehúsan. Manzanas rojas, higos de leche dulce, granadas con vientre de carne morada. Las ramas bajas son, sin embargo, demasiado altas. Se ofrecen pero se rehúsan.
El hombre se estira como la cuerda de un arco que todavía no se rompe. Se empina, tiende las manos desesperadas. No hay caso. Los frutos se dejan apartar por el viento, que es su modo de rehusarse.
Es, qué duda cabe, la imagen del deseo. El deseo que se instala incómodo entre el cuerpo que quiere y los frutos que no. El deseo que es viento. El viento, que es lo único que toca simultáneamente el cuerpo y los frutos.
Después venimos a saber que es Tántalo, que se animó a romper la ley de su padre Zeus. Comió el néctar y la ambrosía inmortales en la mesa de los dioses. Mató a su hijo, coció sus dulces pedazos y los sirvió en un banquete horrible.
Tántalo quebró lo que no se podía quebrar, la interdicción de la carne. De modo que fue condenado a sufrir sed y hambre perpetuas. Como el deseo que, para ser, se rehúsa.

miércoles, 15 de enero de 2014

La muerte sin más

Der tote Crhistus im Grab, 1521/22, Hans Holbein, el Joven. Museo de Bellas Artes de Basilea  
Las uñas todavía crecerán. El pelo y la barba nazarena también. Pero se pudre. Irremediablemente, se pudre.
Los músculos mantienen aún el espasmo de la muerte benévola, sangrada, de la lanza en el costado. Por eso no es cierto el cuerpo estirado demacradamente en la tumba. Alguien ha debido quebrar los codos y los hombros, que guardaban todavía la memoria rígida de los maderos cruzados.
Los ojos sin brillo hacen como que miran, pero no ven. La boca entreabierta hace como si tragara desesperadamente aire para vivir, pero no. Está muerto, encerrado en su propia muerte. No hay redención en esta imagen.
El cuerpo de Cristo muerto en la tumba es una violación del mandato católico: el Jesús devastado por la muerte no se mira, no se toca. El tránsito hacia el acontecimiento (en términos de Badiou), el milagro de la resurrección, no debe tener testigos. Hay un régimen de no ser visto.
Porque, si no, ¿cómo creer? ¿Cómo imaginar la irreversibilidad del rigor mortis, de los gusanos del después? “Frente a este cuadro uno no tiene otro camino que perder la fe”, dijo Fedor Dostoievsky. Si el día anterior a su agonía hubiera visto esta imagen –escribe en El idiota-, hasta Cristo hubiera vacilado en ir hacia la crucifixión y la muerte.
Claro que hay otra posibilidad. Cuanto más real, cuanto más desencajado se imagine el Cristo del sacrificio, más desmesurada será la gloria de la resurreccrión.
Hans Holbein (1497/1543) era amigo de Erasmo, de Tomás Moro, de Cromwell. Nada más lejos de él que las representaciones renacentistas italianas del Cristo muerto; bellísimas pero también fastuosas como la corte papista. Es probable que haya tomado literalmente a Isaías: “Subirá cual renuevo [vástago que echa el árbol después de podado o cortado] de él, y como raíz de tierra seca; no hay parecer en él, ni hermosura; le veremos, mas sin atractivos para que le deseemos” (Isaías, 53:2).
Holbein, pues, imaginó al Cristo muerto como lo opuesto al ícono al modo italiano. “El ícono –dice John Berger- redime a través de las plegarias que alienta con los ojos cerrados. ¿Es posible que el coraje de no cerrar los ojos pueda ofrecer otra clase de redención?”