miércoles, 30 de noviembre de 2011

Lo evidente

El mudo, Juan Carlos Di Stéfano, 1973, 
Museo Nacional de Bellas Artes

La carne no es de mármol heroico sino de resina epoxi; material innoble si los hay, pero vehemente. En todo caso, es carne, humillada.
El cuerpo tiene una posición forzada, la cabeza entre las rodillas martirizadas. Tal vez sea ese balde colgado del cuello, las ligaduras de los antebrazos incrustados en la espalda.
Le acaban de sacar la cabeza del balde. El agua le chorrea todavía de la mandíbula. La barba crecida de agua. La piel ahogada.
El mudo es la imposibilidad física de hablar. Y el silencio.
Una de las cosas más horrorosas de los años de plomo era que uno veía lo que otros no veían. Los cuerpos no se veían. Aunque fueran evidentes. Hasta la censura militar no veía lo que era evidente. Esta escultura de Juan Carlos Di Stéfano estuvo en el Bellas Artes desde 1973. Y nadie la movió de allí desde entonces.
En ese mismo año, Eduardo Tato Pavlovsky presentaba El señor Galíndez, la historia de un torturador que hacía lo suyo sin que nadie lo advirtiera. Los diarios de la época hablaron de un “gran éxito teatral”. ¿No es increíble? 

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Demasiada perfección

La edad de bronce, Auguste Rodin, 
1876/1876, Musée Rodin, París
El soldado Auguste
Neyt al natura
l

Es la derrota empuñecida. A veces hay que inventar palabras. Es lo que hay que hacer ante este hombre desnudo que aprieta los puños como cuando se aprietan los labios para contenerse. Los puños de bronce tiemblan. ¿De qué otra manera expresarlo sino con palabras inventadas?
El vencido (que Auguste Rodin terminó llamando La edad de bronce) se duele de la derrota francesa en la guerra contra Prusia, en 1870. La frustración está toda allí. “El ojo más severo –dice Rainer Maria Rilke- no podría descubrir en esta estatua ningún espacio que fuera menos viviente”. Es perfecta.
Demasiado perfecta. Los académicos recelan. Acusan al escultor de haber vaciado directamente el cuerpo del modelo. No es que nadie lo hiciera, pero era desdoroso si no se hacía con tacto. Y Rodin había provocado el escándalo de la verdad (no de lo real que, es irrepresentable).    
Acosado, fotografió a su modelo, un soldado belga llamado Auguste Neyt. No es tan hermoso. Miren, dice Rodin, ese puño abandonado no es esta mano de dolor de bronce.
No le creen. Los académicos no aceptan ese cambio definitivo en la mirada sobre el cuerpo.
Al final, el astuto Estado francés compró la escultura. Pagó 2.200 francos...el precio del vaciado en bronce. 

miércoles, 16 de noviembre de 2011

La disolución de la carne

Estudio según el retrato del Papa Inocencio X de Velázquez
Francis Bacon, 1953, Desmoines Art Center

Lo que tiene la carne es que se pudre. Aun esta carne que reverbera en el oro o en la gloria. Se pudre.
Francis Bacon se permite la ironía de retratar el retrato del Papa Inocencio X de Velázquez. Los mismos ojos crueles, los mismos labios amargos, la misma púrpura pintadas por el sevillano están allí, disolviéndose.
Milan Kundera se pregunta cómo puede parecerse una imagen a un modelo del que es, programáticamente, una distorsión. Quién sabe. Pero se parecen. El Inocencio altivo de Velázquez es esta misma mueca desgarrada. Cuando uno se da cuenta de la semejanza, le corre un escalofrío por la espalda. Porque el parecido está allí: en la carne perecedera.
El cuerpo que representa Bacon no es el cuerpo del goce. Es el cuerpo que regresa inevitablemente a la animalidad, que siempre está regresando. La carne se deshilacha definitivamente después de la muerte. Pero se está deshilachando antes. Por eso ese grito.
Tenía razón Deleuze: las figuras desfiguradas de Bacon son las que mejor representan el hombre del siglo XX. 

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Esa mirada

Olympia, Édouard Manet, 1863, Museo de Orsay, París

Es inequívoca. La orquídea del pelo es de esas con las que algunos se frotan lel sexo para despertar un erotismo dormido. La gata (porque eso es, una gata) erizada es como los parisinos sel siglo XIX llaman a los genitales femeninos: la chatte. Y la mano, desvergonzada. No hay dudas, es una cortesana.
Y de alto vuelo. Estas damas de la noche suelen usar seudónimos resonantes, como Olympia, para ocultar sus nombres originarios.
Dicen que Manet se pasó un tiempo en Florencia copiando la Venus de Urbino de Tiziano. Aquella Venus es esta Olympia. El mismo cuerpo dulce, la misma criada (blanca en Tiziano). El animal que acompaña a la de Urbino es un perro, signo de fidelidad no de ambigüedad gatuna. Olympia es enigmática como los gatos de Baudelaire, en cuyos ojos amarillos los chinos leen la hora.
La Venus de Tiziano y la Olympia de Manet miran al que mira. Se parecen, qué duda cabe. Pero no producen la misma sensación. La Venus mira, regalona. Olympia mira, desafiante. Y nosotros miramos cómo nos mira. No es una diosa, es una mujer que nos interpela.
Desde Olympia, nunca más habrá diosas en la pintura moderna. Habrá mujeres de carne y hueso. Desde Olympia, dijo alguien, la pintura será la de una percepción y no la de un imaginario. 

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Las diosas ocluidas

Dánae recibiendo la lluvia de oro, Tiziano, 
circa 1153. Museo del Prado

La piel es nacarada, casi transparente. La lluvia de oro desciende, se acumulará como un arroyo fecundo en el sexo. El gesto de la pierna que se estira y que se abre ligeramente es un acomodarse, una espera. Y la mano se pierde, difusa, entre las piernas. Como presintiendo el goce.
Es Dánae, que será fecundada por Zeus, el dios que se hace esperma de oro y penetra en el reducto cerrado con cuatro llaves por el padre. Es hermosíma. Uno quisiera que no estuviera allí esa sirvienta oscura y masculina, la alcahueta que abre su delantal como si fuera otro útero para recibir las pepitas de oro. Que no estuviera tampoco ese perro enroscado que denota a la cortesana. Uno quisiera sólo la blancura de ese cuerpo desnudo.
Pero no nos engañemos, Tiziano pintó esta Dánae casi manierista para entretener a Felipe II, que la mostraría únicamente a sus gentilhombres. Se sabía (o se creía) que la modelo era Ángela, la amante del cardenal Farnese. Tal vez. Lo cierto es que el mito cuadraba con la doctrina cristiana: “Si concibió de Júpiter gracias a una lluvia de oro –decía Franciscus de Retza-, ¿por qué el Espíritu Santo no iba a poder fecundar a la Virgen?”
Como fuere, el cuadro es una celebración del cuerpo femenino. Un cuerpo ocluido: esta mujer, como las del Renacimiento, carece de hendidura vaginal. Desde los griegos, las hembras no tienen esa raja que conduce al reino de los muertos o, lo que es peor, al infierno. Habrá que esperar tres siglos para que Courbet nos muestre el origen del mundo.