sábado, 15 de diciembre de 2018

Cuerpos en crisis

La Ley tiene miedo. Los brazos flacos, débiles, inutilizan los escudos. La Ley del Padre está en
crisis. La palabra deriva del griego krino, “decido, separo, juzgo”. Los cuerpos de las mujeres, los cuerpos de los chicos y también los cuerpos de los varones deciden, separan: están en crisis.
Esta imagen, publicada por La Nación, es de Turquía.
Pero podría ser de cualquier lugar. Incluso de nuestra propia casa.
El patriarcado viene de lejos. Este anticipo de un libro en proceso sobre los hijos y las hijas de los próceres argentinos analiza (separa, juzga) esos orígenes. 
“La peculiar anatomía de las hembras, suponían en el Buenos Aires colonial, les daba la capacidad de gestar y dar a luz. El macho -que tiene orgánicamente lo que tiene, pero no esa facultad única- obraba lo fundamental: fecundar. Por algo había diferencias anatómicas. 
Sobre esas diferencias se alegó una división sexual del trabajo de la reproducción. En el imaginario social de la época, él, y únicamente él, era el genitor; la mujer era apenas la amable nodriza de su semilla. De ahí a la falocracia, había un paso. 
Como por arte de magia, el macho ocultaba su incapacidad biológica y la compensaba apropiándose de la mujer como mero aparato reproductor. La maternidad había quedado confinada a lo puramente biológico. 
Ahora bien, esta falocracia era una condición necesaria para el ordenamiento social. Porque el hombre también se apropiaba de los hijos. Les daba un nombre, les daba su ley. Con ello aseguraba su continuidad. La sucesión era su manera de eludir la muerte. Los dioses no necesitan descendientes, son inmortales. 
Lo cierto es que la apropiación de los cuerpos de la hembra y de sus crías le permitía al varón dominar el orden productivo y reproductivo. Ni siquiera necesitaba utilizar la fuerza. Bastaba con la violencia simbólica, que flotaba como un mudo pajarraco siniestro sobre la sociedad. Ese esperpento se llama patriarcado”.

domingo, 21 de octubre de 2018

Naufragio

                             Burning ship, Joseph Mallord William Turner, circa 1830. Tate Britain, London
                                        Acuarela exhibida actualmente en el Museo de Bellas Artes, Buenos Aires


El fuego estalla. Ilumina la bocanada de humo. O de bruma. Pinceladas blancas. Como chispas enormes.
Después las olas. Olas en furia. Olas que espuman los bordes de lo negro. Lo negro flota dificultosamente, trastabilla. 
No hay mucho más. Fuego, agua, luz. ¿Y el hombre dónde está? 
El hombre está en el fuego. ¿No es, acaso, el ladrón del fuego? 
El fuego está en esa negra forma sin forma: un barco. Una nave que también pecó. Se impulsa (se impulsaba) por el vapor, no por el viento que es lo que la Naturaleza le dio al hombre. 
De modo que ahí está el hombre. Sucumbiendo al fuego y al mar. 
El hombre es un pelele derrotado una y otra vez por el cielo y el mar. Es lo que piensa Joseph Mallord William Turner (1751/1851). Sus acuarelas son estudios de cómo se mueven esas fuerzas.  Su proyecto es representar la Naturaleza, ante la cual el hombre es casi un monigote. 
Por eso todo es luz. Una luz en movimiento perpetuo. Pero, entonces, la luz cambia. Se hace luminiscencias, destellos, fulgores, incandescencias. También desaparición. 
Aun la poderosa, la eterna, Naturaleza es inestable.

miércoles, 3 de octubre de 2018

La niña del ojo

Dime, espejito, Ricardo Lesser,
Viñas del Mar, Chile, 1999

La ciudad derramada sobre la ladera no importa. Sólo importa el ojo. El ojo reflejado en el espejo. El ojo que, entonces, nos mira. 
El espejo es una luna. Se limita a devolver la luz que refleja. 
El espejo es también un traidor. Nos dice que la imagen es cierta. Pero no lo es. Es exactamente (eso sí, no se le puede reprochar inexactitud) el revés de lo que refleja.
Dicen los que saben que el espejo es el significante de lo femenino. El mundo, la luz del mundo, entra al ojo en busca de su imagen. Lo hace por el centro del iris, la pupila. Esa palabra viene del latín pupilla, esto es, niña.
Pues bien, la pupila es también un espejo. Los griegos antiguos decían que, si alguien mira de cerca un ojo, ve en él su rostro como en un espejo. Así, sucede que kore (la pupila, la niña) es la imagen minúscula del que se mira en ella. 
Si uno mira la pupila del ojo de la mujer que ama verá allí su propia imagen. Pero esa imagen no es uno, sino su doble diminuto, su fantasma. Ese fantasma tiene una verdad amorosa, algo así como el alma. Parafraseando a Walt Whitman, el cuerpo que se agita dentro del cuerpo.

martes, 10 de julio de 2018

El esfuerzo de ser

Le champ de blé aux corbeaux, Vicent van Gogh, 1890. 
Van Gogh Museum, Amsterdam
Es el 10 de julio. Verano en Auvers-sur-Oise, el pueblito cercano a París. Vincent sale de su cuartucho de la posada Ravoux, cerca del ayuntamiento. Sube la colina y rodea la iglesia. Pasa por el camino del cementerio sin presentir la muerte.
Camina hasta un cruce de senderos. Justo delante del trigal. Hay cuervos. O quizá sólo los imagina. Instala el caballete. Y pinta. 
Pinta el cielo. Pero no el cielo. Pinta el desorden del cielo oscuro. Los vientos, allá arriba, que hacen que los colores choquen entre sí, furiosamente. 
Pinta los trigales. Pero no los trigales. Pinta las espigas doradas que antes fueron tallos y hojas que se elongaban y aún antes semillas que se rompieron en raíces. Pinta las raíces que todavía crecen para sostener el trigo en flor. 
Pinta los senderos. Pero no los senderos. Pinta el barro de las lluvias secado al sol. Pinta los caminos pisados por los zuecos pesados de los campesinos. 
Pinta los cuervos. Pero no los cuervos. Pinta el aire que bondadosamente pasa por encima y por debajo de las alas para que los pájaros puedan volar. Pinta el ruido de las alas que baten. 
Hay quien cree que éste es el campo de la melancolía, esa felicidad de estar triste, como la define Victor Hugo. Lo dicen porque, hace unos días, Vincent le escribió a Théo que en ese trigo inmenso bajo el cielo turbulento siente “una tristeza y una soledad extrema”. Puede ser.
También puede ser que estos cuervos no sean la muerte, sino lo contrario. Un tratado de 1841 sostiene que los pájaros les prestan sus alas a las semillas, que parecen estar condenadas a morir al pie de su planta. Los cuervos abren un agujero en la tierra donde esconden, por ejemplo una bellota para comérsela después y, si por alguna razón no la desentierran, allí nace una encina. 
Hay un mito: como la neblina, los cuervos son mediadores entre el Cielo y la Tierra. En unos años lo dirá el mismísimo Lévi-Staruss.
Tal vez, entonces, estos cuervos medien entre la vida y la muerte. Quizá sean la vida, y no la muerte. 
¿Por qué no? Vincent pintaba el esfuerzo de ser de la existencia. Lo dijo John Berger. También dijo que, si imaginamos a Dios creando el mundo con la tierra y el agua, su manera de modelarla, su forma de hacer un trigal muy bien podría parecerse a la manera en que, este 10 de julio de 1890, Vincent está construyendo la realidad.

miércoles, 4 de julio de 2018

El atorrante

La belleza no tiene otro origen que la herida, singular, diferente en cada uno, escondida o visible, que todo hombre guarda en sí…
Jean Genet
La levita rasgada en quién sabe cuántas luchas nocturnas a brazo partido. El pantalón con un desgarro cerca de las vergüenzas. Las solapas raídas. Los ojales inútiles, no tienen nada que abrochar.
Los pies, descalzos. La planta endurecida de tanto pisar el día y la noche. Y costras de una mugre antigua.
La manta que cuelga también tiene agujeros, como todo en su vida.
Vaya uno a saber qué hay en ese cajón donde guarda, digamos, lo que es suyo. Dice "Porto". La madera lleva grabado a fuego el escudo de Portugal. ¿Oporto del bueno? En todo caso, ya ni siquiera es recuerdo.
Como fuere, no son los desgarros, ni los agujeros, ni el deterioro los que llaman la atención.
Lo que llama la atención es la belleza. El atorrante (así catalogaron esta foto de 1890) es bellísimo. La nariz recta. La barba blanca. Los ojos claros mirándonos. Interpelándonos para que demos explicaciones.