viernes, 1 de noviembre de 2019

La luna y el cactus

A lua, Tarsila de Amaral, 1928, MoMA, New York
La luna, amarilla y lejana, flota en un cielo azul dramático. Curva las nubes sinuosas. Ilumina la redondez de la tierra y el río de agua celeste. Un esplendor blanco se apaga detrás de los morros.
¿Y el cuerpo dónde está? Es ese cactus-hombre (o, si se quiere, hombre-cactus) que se alimenta de la tierra y del agua y de la luz. 
Los pinceles de Tarsila de Amaral (1886-1973) pintaron una leyenda antiquísima. 
Un día, Coaraci, el dios Sol, se cansó de su oficio eterno y necesitó dormir. Cuando cerró los ojos el mundo cayó en las tinieblas. Para iluminar la oscuridad, Tupã, el dios supremo, creó a Jaci, la diosa Luna. Era tan bella que Coaraci, al despertar por su luz, se enamoró inmediatamente de ella. Se volvió a dormir para verla nuevamente. Pero, cuando el Sol abría los ojos para admirar a la Luna, todo se iluminaba. De modo que Coaraci le pidió a Tupã que criase a Rudá, el amor, su mensajero. El amor no conocía la luz, ni la oscuridad así que pudo unir al Sol y a la Luna en cada amanecer.