miércoles, 28 de agosto de 2013

La obstinación del deseo

Et nous aussi serons mères, car…, Jean-Jacques Lequeu, 

circa 1793. Bliothèque Nationale de Francia
Los pechos revientan el corpiño insuficiente. El pezón turgente contrasta con esos ojos negros absortos grandes fijos, monótonos como la monotonía de esta frase llena de adjetivos.
Se quita la tela amiga del ocultamiento. Queda el cuerpo eclesiástico desnudo a medias. Hay aquí un oxímoron de la imagen: un gesto mundano que desdice la indumentaria eclesiástica y entonces el escándalo. Esto es, la mostración del pecho sagrado de la Virgen que, así, no es distinto al pecho de una pecadora. Un corrimiento del velo para mostrar la presencia de un cuerpo, ausente en el hábito, ausente en el ícono.
Ésta es una manera de leer esta aguafuerte. Un mero escándalo, el indicio de la incitación al pecado. Hay otra: Jean-Jacques Lequeu (1757/1825?), en pleno anticlericalismo jacobino, llama a que las monjas renuncien a las tocas, los hábitos, los votos. Un tributo al culto ateo de la Razón que quería Robespierre. El erotismo al servicio de la Revolución.
Tal vez. Pero hay otra lectura posible. Seguramente Lequeu estaba al tanto de las hablillas de las tabernas parisinas. 
Anne-Prospére de Launay de Montreuil, 
la cuñada del marqués de Sade 
y quizá su único amor.
Sobre las mesas manchadas de vino aguado todavía se hablaba de los amores de Donatien Alphonse François de Sade (1740/1814), el divino marqués, con Anne-Prospére de Launay de Montreuil. Era abadesa de no sé qué convento y también su cuñada. Pues bien, la monja de Lequeu se parece a un camafeo de la bella Anne-Prospére.
Se parezca o no, éste es el retrato de una política del exceso. Ya lo había dicho Lacan: hay una continuidad entre Kant y Sade. El rigor de la moral de Kant -nos recuerda Julio Ortega Bobadilla- está ligada a la voluntad de goce de Sade. La ley es el mal porque nos quita libertad porque limita la libertad del placer. Entonces está bien que los pechos estallen los corpiños.

miércoles, 21 de agosto de 2013

:-)

Es una cara. O, al menos, representa una cara. Amarilla, como corresponde a un sentimiento grato. Una estereotipada sonrisa de comisuras levantadas. Y algo estúpida, a decir la verdad. No importa, Smiley nos sonríe desde los correos electrónicos, los mensajes de texto, los chats.
El emoticón (neologismo que viene de emotion & icon) es un ícono que significa una emoción. Un ícono es un símbolo que mantiene una relación de semejanza con lo que representa. Una cara que, en algún sentido, habla y así hace posible el discurso con el Otro. A menudo, cuando abrimos un texto, Smiley está allí. Nos apacigua; aunque sea un espejo falso del Otro, nos apacigua porque el contacto con el Otro siempre nos tensiona.
Hace rato que buscamos estilizar (en el sentido de interpretar convencionalmente) las emociones. La brecha la abrió el mismísimo Charles Darwin (1809/1882), que creía que la especie humana tenía un repertorio instintivo de emociones llamadas a reproducirse gracias a su capacidad de adaptación. Allí se lanzó Guillaume Benjamin Amand Duchenne (1806/1875), más conocido como Duchenne de Boulogne porque había nacido un otoño húmedo de mar en Boulogne-sur-Mer.
Duchenne, que era un entusiasta de la electricidad, se consiguió en el hospital psiquiátrico en el que trabajaba  un sujeto al que una parálisis le había privado de toda expresión facial. “Afecto plano”, llaman los médicos a este síntoma. Con una precisión de entomólogo, estimulaba con un electrodo ciertos puntos musculares de la cara con determinada intensidad eléctrica. Y el desdichado sonreía estúpidamente. La emoción de la sonrisa era, simplemente, un cambio de los músculos faciales.
Cien años después, el diseñador gráfico Harvey Ball creó a Smiley. La sonrisa se transformó en un ícono, un estereotipo, un símbolo unívoco en el maremágnun digital. El rostro, el lugar donde habita la singularidad, desapareció detrás de la cara.
Mécanisme de la phisonomie humaine ou L’analyze électro-phisiologique
des passions
, Guillaume Benjamin Amand Duchenne, París, 1862

miércoles, 14 de agosto de 2013

Enigma

Le Crhist jaune, Paul Gauguin, 1889. Albright-Knox Art Gallery
El amarillo del cuerpo es inverosímil, no se puede creer. Salvo porque el color de las colinas es amarillo también, y entonces sí, se le cree. 
El Cristo es amarillo como las colinas y no rojo como la sangre. No hay sangre en este Cristo apacible. Ni siquiera hay sombras. Un Cristo sin sombras, quién lo diría. Hasta los clavos son mansos. 
Al pie de la cruz, las marías. María la madre, María la de Cleofás, la hermana de la madre, y María la Magdalena. Delantalitos debajo del corpiño, cofias alonas. Las marías son redonditas, como gallinas cluecas sobre sus faldas. 
Mucho se ha dicho de este Cristo amarillo de Eugène Henri Paul Gauguin (1848/1903).
Que su etapa bretona, que su sintetismo (un modo de aludir a esas imágenes sintéticas que forman un todo complejo), que esas figuras como vitrales, de colores planos y contornos recortados como si la luz les viniera de atrás.
No son mujeres desnudas en las olas de la muerte, ni paraísos tahitianos. Es, simplemente, la Bretaña callada y medieval.
Pero hay un enigma. La composición de Le Crhist jaune se recuesta sobre la izquierda. Allí está el Cristo amarillo y las marías. A la derecha, allá, al fondo, hay un hombre que salta un muro de piedra. ¿Qué hace ese hombre? ¿Cómo se relaciona con esta crucifixión blanda? Vaya uno a saber.

miércoles, 7 de agosto de 2013

La cara de la pared

Cara, sitio GRaFITI Escritos en la calle
Miedo. Hay miedo en esos ojos extraviados, en esa boca mueca. La cara emana de las entrañas de la pared húmeda y dolida. Como un dolor de ladrillo viejo y aerosol. 
La cara sin cuerpo sale del cuerpo de la pared. Como una voz que sale del cuerpo porque también es cuerpo. 
En la ciudad hay miles de señales. Centenares de estímulos visuales que pasan como una película desbocada, cuarenta y ocho imágenes por segundo, que entonces no significan nada. La parada, contramano, Coca Cola, viva, muera, el que lee esto… 
Hasta esta cara. Hasta esta imagen que reclama la mirada de los que pasan, los ojos narcotizados. Pero no, los transeúntes transitan, circulan, marchan. Quizá alguno registre, de pasada, la cara. Nadie se detiene, como lo haría en un museo de imágenes oficiales.
Nosotros, que sí nos detenemos, de pronto nos damos cuenta que la cara está cruzada por un “Yo” estúpido, unas palabras ilegibles, signos extraños, cabalísticos. Tienen algo como de mal agüero, como si fueran marcas territoriales de vaya a saber qué pandilla. Los tajos de pintura roja quisieron apropiarse de la imagen, pero no pudieron. Las cicatrices de aerosol no agregaron nada. 
Ahí está la cara. A la intemperie, la lluvia enrarecida de la ciudad la va lamiendo dulcemente. Hasta que desaparezca.