viernes, 2 de diciembre de 2016

Antes de nacer


El feto en la matriz, Leonardo da Vinci, 
circa 1510. The Queen’s Gallery, 
Buckingham Palace, Londres
Todavía le falta desplegarse a la vida. Por ahora está plegado, vuelto sobre sí mismo; la cabeza inclinada hacia adelante, las extremidades recogidas hacia el torso. Absorto en su propio ser.
El cordón umbilical, que rodea las nalgas, todavía no sabe la tragedia del tajo que pronto lo separará del feto.
Éste es el dibujo de un embrión de siete meses con placenta de vaca, lo más parecido a una placenta humana que consiguió Leonardo, que había nacido en Vinci, no lejos de Florencia. Lo hizo hace más de quinientos años.
La imagen aparece en un mar (quizá un mar de líquido amniótico) de otras imágenes y de esas anotaciones con la escritura especular que usaba para cifrar sus pensamientos. Hay detalles de la vena umbilical, bocetos de un embrión de pollo, apuntes sobre la luz y la sombra, un diagrama de la visión binocular. Un mundo de maravillas.
La posición fetal misma es una maravilla. Es la que recomiendan en catástrofes inminentes para minimizar las heridas. Ante el peligro, volver a la posición fetal, la posición que espera desplegarse a la vida. Contradecir la posición decúbito dorsal, la de los cadáveres que se tienden sobre la espalda a mirar inútilmente al cielo; la posición de la muerte.

domingo, 23 de octubre de 2016

El toque

La promenade, Pierre-Auguste Renoir 
(1870), Paul Getty Museum , Estados Unidos

Hay un toque pertubador. Ella niega la mirada. Él toca su mano. La invita a la espesura del deseo. El cuadro de Renoir se llama La promenade, el paseo, una distancia a recorrer. El recorrido de ellos, entre ellos.
¿Es, pues, la imagen de un toque? Los filósofos dirían que la imagen del toque es imposible puesto que el toque es el no toque.
El toque que afecta, el toque que turba -señala Jean-Paul Nancy- “es el punto en que el tocar no toca, no debe tocar para ejercer su toque (su arte, su tacto, su gracia)”; su seducción, agregaríamos nosotros.
El poeta lo dice de otro modo. Dice Vicente Alexaindre:
Pero otro día toco tu mano. Mano tibia.
Tu delicada mano silente. A veces cierro
mis ojos y toco leve tu mano, leve toque
que comprueba su forma, que tienta
su estructura, sintiendo bajo la piel alada el duro hueso
insobornable, el triste hueso adonde no llega nunca el amor.

sábado, 7 de mayo de 2016

La marca y el deseo


Ingrid Bergman en Por quién doblan las campanas, Sam Wood 
(1943), sobre la novela homónima de Ernest Hemingway (1940)
La tela ordinaria de la camisa no puede disimular ese cuerpo joven, erguido sobre sí mismo como un canto. Es suave, seguramente. Todo su cuerpo moreno dorado es ciertamente suave. El nudo de la cuerda deshilachada es una tentación de desanudamiento. Es decir, de desnudamiento, de desnudar.
Es lo que hizo Robert. Quitó suavemente la camisa, desató ese nudo desflecado. Pero antes acarició la cabeza rapada.
A María la habían rapado en la prisión de Valladolid. La habían marcado. Por eso llevaba el pelo corto, que se ondulaba como se ondula un campo de trigo maduro cuando sopla el viento.
Una noche María se le metió debajo de la manta. Aquel cuerpo, en efecto, era suave, blando, con una blandura que acongojaba. Él le acarició la cabeza desnuda. ¡Conejita!, le dijo. Y se amaron.
En Por quién doblan las campanas, la novela de Hemingway, el erotismo ocurre a partir de la marca, del desamparo. No es lo que pasa en Los tres mosqueteros de Alexandre Dumas.
Lady de Winter es todo lo contrario del desamparo. También ella es bellísima. Su cuerpo de alabastro embriaga, pero embriaga como un vino envenenado. Porque Milady es demoníaca.
En la escena de amor, D’Artagnan la retiene por su bata de fina tela de Indias. Ella se aparta de un tirón. Entonces la batista se desgarra dejando al desnudo los hombros, y sobre uno de aquellos hermosos hombros redondos y blancos, aparece la flor de lis, la marca a fuego que dejó el verdugo como signo de la infamia.
Otra vez, una marca sobre el cuerpo. La marca que, lejos de aventar el deseo, lo aviva intensamente, no importa lo infamante que sea.
Hay, pues, una relación entre la marca y el deseo. Es lo que quiere el tatuaje: ser la marca que opera como un punto de la seducción. Pero, en la posmodernidad, el tatuaje ya no es un estigma. Ahora es, apenas, un señalamiento del cuerpo, un adorno insignificante.