martes, 10 de julio de 2018

El esfuerzo de ser

Le champ de blé aux corbeaux, Vicent van Gogh, 1890. 
Van Gogh Museum, Amsterdam
Es el 10 de julio. Verano en Auvers-sur-Oise, el pueblito cercano a París. Vincent sale de su cuartucho de la posada Ravoux, cerca del ayuntamiento. Sube la colina y rodea la iglesia. Pasa por el camino del cementerio sin presentir la muerte.
Camina hasta un cruce de senderos. Justo delante del trigal. Hay cuervos. O quizá sólo los imagina. Instala el caballete. Y pinta. 
Pinta el cielo. Pero no el cielo. Pinta el desorden del cielo oscuro. Los vientos, allá arriba, que hacen que los colores choquen entre sí, furiosamente. 
Pinta los trigales. Pero no los trigales. Pinta las espigas doradas que antes fueron tallos y hojas que se elongaban y aún antes semillas que se rompieron en raíces. Pinta las raíces que todavía crecen para sostener el trigo en flor. 
Pinta los senderos. Pero no los senderos. Pinta el barro de las lluvias secado al sol. Pinta los caminos pisados por los zuecos pesados de los campesinos. 
Pinta los cuervos. Pero no los cuervos. Pinta el aire que bondadosamente pasa por encima y por debajo de las alas para que los pájaros puedan volar. Pinta el ruido de las alas que baten. 
Hay quien cree que éste es el campo de la melancolía, esa felicidad de estar triste, como la define Victor Hugo. Lo dicen porque, hace unos días, Vincent le escribió a Théo que en ese trigo inmenso bajo el cielo turbulento siente “una tristeza y una soledad extrema”. Puede ser.
También puede ser que estos cuervos no sean la muerte, sino lo contrario. Un tratado de 1841 sostiene que los pájaros les prestan sus alas a las semillas, que parecen estar condenadas a morir al pie de su planta. Los cuervos abren un agujero en la tierra donde esconden, por ejemplo una bellota para comérsela después y, si por alguna razón no la desentierran, allí nace una encina. 
Hay un mito: como la neblina, los cuervos son mediadores entre el Cielo y la Tierra. En unos años lo dirá el mismísimo Lévi-Staruss.
Tal vez, entonces, estos cuervos medien entre la vida y la muerte. Quizá sean la vida, y no la muerte. 
¿Por qué no? Vincent pintaba el esfuerzo de ser de la existencia. Lo dijo John Berger. También dijo que, si imaginamos a Dios creando el mundo con la tierra y el agua, su manera de modelarla, su forma de hacer un trigal muy bien podría parecerse a la manera en que, este 10 de julio de 1890, Vincent está construyendo la realidad.

miércoles, 4 de julio de 2018

El atorrante

La belleza no tiene otro origen que la herida, singular, diferente en cada uno, escondida o visible, que todo hombre guarda en sí…
Jean Genet
La levita rasgada en quién sabe cuántas luchas nocturnas a brazo partido. El pantalón con un desgarro cerca de las vergüenzas. Las solapas raídas. Los ojales inútiles, no tienen nada que abrochar.
Los pies, descalzos. La planta endurecida de tanto pisar el día y la noche. Y costras de una mugre antigua.
La manta que cuelga también tiene agujeros, como todo en su vida.
Vaya uno a saber qué hay en ese cajón donde guarda, digamos, lo que es suyo. Dice "Porto". La madera lleva grabado a fuego el escudo de Portugal. ¿Oporto del bueno? En todo caso, ya ni siquiera es recuerdo.
Como fuere, no son los desgarros, ni los agujeros, ni el deterioro los que llaman la atención.
Lo que llama la atención es la belleza. El atorrante (así catalogaron esta foto de 1890) es bellísimo. La nariz recta. La barba blanca. Los ojos claros mirándonos. Interpelándonos para que demos explicaciones.