miércoles, 26 de diciembre de 2012

La Magdalena del cilicio

Maddalena svenuta, Artemisia Gentileschi, s. XVII

La garganta es una infinidad de pequeñísimos ríos azules. La garganta se ahoga. Y, sin embargo, se ofrece, se place de sí misma.
A los pechos transparentes no les importa que los ojos cuencos de la calavera los miren.
El cuerpo extático es eso, un cuerpo fuera porque la pasión le ha dado ese premio no siempre alcanzado, el éxtasis, que está en la piel sensible y no está; está precisamente más allá y más acá.
Ésta es la Magdalena desvanecida que vimos en “Caravaggio y sus seguidores”, en el Bellas Artes. La atribuyen a Artemisia Gentileschi (1593/1654). Es posible. Aunque estemos acostumbrados a esas mujeres furiosas, como la Judith que degüella, impasible, a Holofernes pintado a imagen y semejanza del maestro que la había violado entre atriles silenciosos. Desde aquella violación, siempre hubo mujeres furiosas que se parecían a Artemisia.  
Esta santa impúdica (¿ acaso el éxtasis es impúdico?) no es eso. Es un cuerpo desatado. Des-atadura concedida, curiosamente, por la atadura áspera del cilicio.   

miércoles, 19 de diciembre de 2012

El collar de perlas

Sylvia Kristel (1952/2012) en Emmanuelle

Una mujer desnuda. ¿Eso es todo? No, una muy bella mujer desnuda. ¿Es eso todo? No, la mujer lleva un largo collar de perlas que da dos vuelta el cuello, cae lánguidamente entre los pechos. Las perlas, claro está, son falsas. Hay aquí algo bizarro, un entrechocar de desnudez e inautenticidad.
Lo mismo sucede con esta película. Emmanuelle, que de ella se trata. Son imágenes de cuerpos reales, que tienen sexo real. Pero producidas de modo en algún sentido falso, puesto que, como es lógico, no se ve lo que no se debe ver: los genitales pletóricos. Artísticamente, nadie muestra a Romeo haciéndole el amor a Julieta. Se verían sólo cuerpos animales, no subjetividades, no Romeo y Julieta.
Por algo Emmanuelle es una película emblemática del soft-porn. En los setentas, que eran más pacatos de lo que se dice, abrió el misterio del sexo. La escena de masturbación de la protagonista es la exploración del goce femenino legitimado por su misma mostración. Nada igual se había visto hasta entonces.
Pero no son únicamente sus ambigüedades las que explican la fenomenal victoria de Emmanuelle sobre la moral burguesa setentista. Hay un factor decisivo: la belleza de su protagonista. La belleza, dijo alguien, es una categoría operacional del deseo. Inaugura el erotismo. Disipa la pura animalidad. Aunque el collar de perlas sea falso. 

miércoles, 12 de diciembre de 2012

La visibilidad de la muerte

Primera plana de New York Post, diciembre 5, 2012

En el Buenos Aires antiguo, cuando alguien moría o estaba próximo a la muerte, se tapaban los espejos con paños negros. Se temía que el alma se mirara en ellos y prefiriera pasear su pena por el acá y no por el más allá.
En el siglo XIX se fotografiaban los muertos. No en su desmayado lecho final, sino en ciertas poses sostenidas con alambre, como si estuvieran vivos. El daguerrotipo de Sarmiento ya fallecido, sin ir más lejos.
Los familiares querían una imagen última del difunto. Entonces forzaban el cuerpo. A veces, les abrían los ojos con una cucharita de plata y los resituaban correctamente en la cuenca. Era un modo de trucar la imagen o, más bien, trucar la muerte. Pero la muerte se imponía, rara vez la foto engañaba a los deudos que buscaban en ella una realidad que no era.
Aquella práctica macabra pasó. Con el tiempo, cualquiera pudo disponer de una cámara de bolsillo y labrar la memoria de los vivos mientras viven. 
En el siglo XX, la imagen asesinó la realidad. Al principio, la representó. Después se separó y quedó como la realidad misma, un simulacro.
Ahora, siniestramente, la fotografía ya no es una memoria de la muerte, sino la memoria de su anticipación. Lo hace el New York Post en su primera plana. Un hombre trata desesperadamente de subir al andén para escapar de la muerte, que tiene forma de tren subterráneo. El conductor, que se ve perfectamente en su cabina, nada puede hacer. El hombre está condenado. La imagen es terrible.
Habría que taparla con un paño negro.  

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Simulación

“Manón, Invertido sexual 
congénito en toilette de baile”, 
según el higienista Francisco de Veyga. 
Archivos de Psiquiatría y Criminología, 1902

La imagen no es clara; tampoco quién representa. Si fuera más nítida (la imagen) veríamos un exceso: la peluca falaz, el colorete en las mejillas, el rímel espeso en las pestañas. Y las flores simuladas de tela. Puro artificio.
Todo es simulacro en esta Manón de las orillas. Manón es una (dudo en el uso de este artículo) travesti en la vida cotidiana.
En ella hay una sobresignificación de los signos femeninos: el falso pecho generoso, la voz adelgazada que se finge mujer, la pose que repite estereotipos femeninos.
En esa parodia del sexo está la seducción de la travesti. Pero esta parodia no es tan feroz como parece, dice Jean Baudrillard. Porque es la parodia de la femineidad tal como los hombres la imaginan y la representan, también en sus fantasmas.
Claro que esta femineidad paródica proclama que la femineidad no es más que los signos que los hombres le atribuyen. “Sobresimular la femineidad –declara Baudrillard- es decir que la mujer sólo es un modelo de simulación masculino”.
Más allá de esa enunciación, hay una pregunta que interesa a nuestra historia imaginada del cuerpo donde tan entreverados aparecen lo simbólico y lo real. ¿Lo falso de lo falso, esta simulación, es capaz de afectar el cuerpo? Y, en ese caso, ¿hasta dónde?