miércoles, 27 de febrero de 2013

La invisibilidad de la muerte

Inmigrante muerto en la playa de Zahara de los Atunes, 
Javier Bauluz, Cádiz, 2000

Son las cinco de la tarde. El calor de septiembre en Zahara de los Atunes, una de las últimas playas de Andalucía, justo enfrente a Tánger, en África. Las olas cansinas. La arena gruesa.
Ellos plantaron sombrilla como quien planta una bandera. Acomodaron la heladera de hielo y de latas. Y se sentaron soberanamente en la lona celeste. Hace rato que están.
El cadáver también hace rato que está. Allí, a la derecha, cerca de las rocas. En una posición extraña. La cara hundida en la arena, eso es natural. Pero el brazo torcido, eso no es normal.
Ellos miran en esa dirección. Pero no ven al muerto. Los dos se abrazan las rodillas, una posición como calcada. Se oye el mar de las caracolas. Y eso es todo.
¿Qué van a hacer? ¿Arruinarse la tarde viendo la cara abotagada del muerto? ¿Rezongar contra estos africanos que intentan cruzar el Gibraltar en una vana balsa esperanzada? Que venga la Guardia Civil y lo quite de allí.
Alguien encuentra el saco del muerto. Depositan sus pertenencias en el suelo: un pañuelo, un cepillo de dientes, un billete de mil euros, una foto del Juan Pablo II, un CD de Bob Marley y, vaya uno a saber para qué, un metro, un metro de medir.
El muerto era una persona, le gustaba Bob Marley.    
La muerte nos angustia, vaya si nos angustia. Antes había modos de contener la agonía de la agonía: ritos, plegarias, últimas voluntades. Y los deudos, como hemos visto, tenían las fotos mortuorias para fortalecer sus recuerdos. Esos mecanismos caducaron, ya no creemos. De modo que evitamos la muerte. No la olemos, no la tocamos, no la miramos.
La muerte es invisible. No porque sus manifestaciones no puedan ser vistas, sino porque nos horroriza. Es invisible porque todo (la civilización, diría Elías) dice que no sea vista. Los bañistas no hacen sino cumplir ese mandato.

miércoles, 20 de febrero de 2013

La muerte en el espejo

Señora de Barros y Arana, Casa Witcomb, 
Buenos Aires, 1944

La muerta yace. En la cama, tal vez la cama final. Yace mayestáticamente. El ojo (la cámara) no se anima a mirar a la muerte de frente. Por eso el espejo. Para mirar el reflejo de la muerte, no la muerte misma. 
Las otras imágenes también son imágenes de imágenes. Ella, el día del casamiento. Ella de niña, o una niña, quién sabe. Están ahí porque son sus recuerdos y alguien quiso dar testimonio de ellos. Parece inútil. Las memorias de esta mujer han muerto. Tal vez esto sea lo peor para quienes quedan y pierden para siempre el recuerdo que esta mujer tenía de ellos.
La foto se quiere realista, una huella de la realidad. No lo es, claro. El encuadre es ya un relato, en este caso el relato de la muerta con sus cosas cotidianas que ya no lo serán, como la cómoda suntuosa, acaso de caoba. Pero hay un detalle que denuncia el artificio: la sombra del flash, que proyecta sobre la pared las columnas salomónicas que sostienen al espejo.
Entre 1840 y 1930, nadie se asustaba del retrato fotográfico de un difunto. Al contrario, era bien visto por la burguesía, siempre preocupada por su trascendencia. Estos retratos póstumos restituían al ausente y marcaban la posición social del muerto y sus deudos.
Hacia 1930, el tabú de la muerte hizo que estas representaciones macabras fueran abandonadas. Desde entonces, la visión de los cadáveres se hizo intolerable. No por nada dejamos morir a los viejos solos en las salas blancas y frías de la terapia intensiva.
De allí lo extraño de este retrato póstumo: se hizo en 1944. Para entonces el tabú estaba plenamente establecido. Nadie miraba la muerte cara a cara, nadie la representaba. Tal vez por eso el fotógrafo enfocó la muerte mediada por el espejo.,
Las fotografías no son más que el estar allí de lo que ya no está, diría Barthes. Nunca más cierto que en esta anacrónica foto mortuoria. 

miércoles, 13 de febrero de 2013

La flor enferma

Jeanne Duval, dibujo de Charles Baudelaire
Ella lo miraba. De costado, desafiante, burlona. Quiso captar esa mirada porque eso era ella. No la escribió, la dibujó. En el centro de la hoja del cuaderno. No en los márgenes, en el centro mismo.
Con los días, en momentos distintos, fue escribiendo alrededor de la mujer dibujada. Notas al pasar. Alguna dirección. Palabras que tal vez alguna vez fueron poesías. Palabras que quedaron allí, muertas.
Así fue Jeanne Duval en la vida de Charles Baudelaire (1821/1867): una mujer idealizada en medio de palabras. Una amante que era una cuchillada.
Si Jeanne no hubiera existido, Baudelaire la habría inventado. Quizá lo hizo. De hecho, escribió Á una dame créole un otoño de 1841, antes de conocerla, en 1842. Ella era una créole vagamente haitiana que hacía de una mucamita sin importancia en un vaudeville.
Estaba lejos de ser la castradora Venus negra de sus Flores del mal. Sólo era, como dijo alguien, una Venus de bazar, una muñecota lasciva, apenas un desorden de muselina.
El siglo XIX imaginaba el cuerpo del mal como el cuerpo de la enfermedad, de los desmayos pálidos, de la fiebre que demacraba a las damas de las camelias que habían ofendido a Dios. Édoaurd Manet (1832-1883) no compartía esa condescendencia romántica. No al menos en este caso
Maîtresse de Baudelaire, Éduoard Manet, 1862
Musée de Beaux Arts, Budapest
En 1862, fue al hospicio de Dubois a retratar a Jeanne, convaleciente de una hemiplejia que adormeció para siempre el lado izquierdo de su cuerpo. La créole estaba quedándose ciega por la sífilis, ese accidente diabólico, que le había contagiado Baudelaire.
Es sorprendente que Manet, que pintaba tan bellamente, haya compuesto esta mujer espantosa. No hay más que mirar esa mano desproporcionada, masculina, que desdice la transparencia fina de la cortina donde se apoya, agarrotada.
Jeanne está como incómoda, en una pose forzada. La pierna dañada asoma de la falda. ¿Este cuerpo devastado es el cuerpo del mal? Baudelaire mismo no estaría de acuerdo.

miércoles, 6 de febrero de 2013

La propia carne


La tentation de Saint-Antoine, Félicien Rops, 
1878, Bibliothèque Royale Albert I, Bruselas
Esa mujer no debería estar ahí. Y menos prometer su cuerpo desnudo. Lo erótico se entremezcla irrespetuosamente con lo sagrado. San Antonio cae en esa tentación.
Está alelado por lo que ve. Pero no deja de mirar de reojo el ofrecido tajo femenino. El escándalo no está en la hembra, sino en san Antonio.
Lo demás son meras provocaciones. El Cristo demacrado que flota sin su cruz. El bufón satánico que sonríe. La sustitución del INRI bíblico por el EROS desatado. Las pezuñas del cochino pisando las Escrituras. Los querubines esqueléticos.
Nada de eso importa demasiado. El punctum de la imagen es el escándalo de Antonio provocado por esa hembra que no debiera estar en un lugar sagrado.
En la doctrina cristiana, el cuerpo es pecado. Hay que justificarlo. Se justifica cuando tiene una misión trascendente, como el inevitable sexo de la reproducción. Pero, tarde o temprano, los cristianos se topan con el cuerpo inútil, el cuerpo del placer sin más función que el placer mismo. El propio cuerpo es el escándalo.
Los poetas decadentistas del siglo XIX, como Poe o Rimbaud, se complacieron en poner el dedo sobre esa llaga. Cometían su arte al grito de Épater les bourgeois! (¡Escandalizar a los burgueses!).
El belga Félicien Rops (1833/1898), que era amigo de escandalizar, escribió un texto donde le explicaba al santo que con su pintura había querido mostrarle “que eres un loco, mi buen Antonio, adorando tus abstracciones. Que tus ojos no busquen más en las profundidades azules el rostro de tu Cristo, ni el de las vírgenes incorpóreas”. “Si los dioses han partido –remataba- te queda la Mujer y, con el amor de la Mujer, el amor fecundante de la Vida”.
De modo que ésta no es la imagen del cielo y del infierno, como otras. Es la imagen del cuerpo tentado por la tentación de su propia carne.