miércoles, 20 de febrero de 2013

La muerte en el espejo

Señora de Barros y Arana, Casa Witcomb, 
Buenos Aires, 1944

La muerta yace. En la cama, tal vez la cama final. Yace mayestáticamente. El ojo (la cámara) no se anima a mirar a la muerte de frente. Por eso el espejo. Para mirar el reflejo de la muerte, no la muerte misma. 
Las otras imágenes también son imágenes de imágenes. Ella, el día del casamiento. Ella de niña, o una niña, quién sabe. Están ahí porque son sus recuerdos y alguien quiso dar testimonio de ellos. Parece inútil. Las memorias de esta mujer han muerto. Tal vez esto sea lo peor para quienes quedan y pierden para siempre el recuerdo que esta mujer tenía de ellos.
La foto se quiere realista, una huella de la realidad. No lo es, claro. El encuadre es ya un relato, en este caso el relato de la muerta con sus cosas cotidianas que ya no lo serán, como la cómoda suntuosa, acaso de caoba. Pero hay un detalle que denuncia el artificio: la sombra del flash, que proyecta sobre la pared las columnas salomónicas que sostienen al espejo.
Entre 1840 y 1930, nadie se asustaba del retrato fotográfico de un difunto. Al contrario, era bien visto por la burguesía, siempre preocupada por su trascendencia. Estos retratos póstumos restituían al ausente y marcaban la posición social del muerto y sus deudos.
Hacia 1930, el tabú de la muerte hizo que estas representaciones macabras fueran abandonadas. Desde entonces, la visión de los cadáveres se hizo intolerable. No por nada dejamos morir a los viejos solos en las salas blancas y frías de la terapia intensiva.
De allí lo extraño de este retrato póstumo: se hizo en 1944. Para entonces el tabú estaba plenamente establecido. Nadie miraba la muerte cara a cara, nadie la representaba. Tal vez por eso el fotógrafo enfocó la muerte mediada por el espejo.,
Las fotografías no son más que el estar allí de lo que ya no está, diría Barthes. Nunca más cierto que en esta anacrónica foto mortuoria.