Señora de Barros y Arana,
Casa Witcomb,
Buenos Aires, 1944
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La muerta yace. En la cama, tal vez la cama final. Yace mayestáticamente.
El ojo (la cámara) no se anima a mirar a la muerte de frente. Por eso el
espejo. Para mirar el reflejo de la muerte, no la muerte misma.
Las otras imágenes también son imágenes de imágenes. Ella,
el día del casamiento. Ella de niña, o una niña, quién sabe. Están ahí porque
son sus recuerdos y alguien quiso dar testimonio de ellos. Parece inútil. Las memorias
de esta mujer han muerto. Tal vez esto sea lo peor para quienes quedan y pierden
para siempre el recuerdo que esta mujer tenía de ellos.
La foto se quiere realista, una huella de la realidad. No lo
es, claro. El encuadre es ya un relato, en este caso el relato de la muerta con
sus cosas cotidianas que ya no lo serán, como la cómoda suntuosa, acaso de
caoba. Pero hay un detalle que denuncia el artificio: la sombra del flash, que
proyecta sobre la pared las columnas salomónicas que sostienen al espejo.
Entre 1840 y 1930, nadie se asustaba del retrato fotográfico
de un difunto. Al contrario, era bien visto por la burguesía, siempre
preocupada por su trascendencia. Estos retratos póstumos restituían al ausente
y marcaban la posición social del muerto y sus deudos.
Hacia 1930, el tabú de la muerte hizo que estas
representaciones macabras fueran abandonadas. Desde entonces, la visión de los
cadáveres se hizo intolerable. No por nada dejamos morir a los viejos solos en
las salas blancas y frías de la terapia intensiva.
De allí lo extraño de este retrato póstumo: se hizo en 1944.
Para entonces el tabú estaba plenamente establecido. Nadie miraba la muerte
cara a cara, nadie la representaba. Tal vez por eso el fotógrafo enfocó la
muerte mediada por el espejo.,
Las fotografías no son más que el estar allí de lo que ya no
está, diría Barthes. Nunca más cierto que en esta anacrónica foto mortuoria.