sábado, 4 de diciembre de 2021

El perro

Petros Giannakouris, Associated Press. Atenas, Grecia, 2008

A veces, los cuerpos son fantasmas. Sobre todo en la ficción, como el padre terrible de Hamlet. Pero esos espectros suelen significar cuerpos verdaderos. Como en esta imagen: el perro no es sino el significante de otros cuerpos angustiados por la adrenalina de la acción y el miedo.
Miremos más de cerca.
Una corrida. Un amasijo de manifestantes y policías en una nube de gas. Y el fantasma en la niebla: ese perro que ladra, las orejas echadas hacia atrás. El can se alza sobre sus patas, como queriendo la vertical humana.
Sabemos que es Atenas, 2008, los jóvenes griegos se hartan del sistema. Y un perro callejero queda atrapado en el tumulto. Pues ese perro de mil razas es el punctum de la foto, ese no sé qué fascinante que atrae la atención, que expresa el drama de la protesta reprimida.
Y es así porque el perro expresa lo que ninguno de nosotros podría enunciar: un miedo puramente animal.
Para uno, el estallido de una granada de gas es algo preciso. Para un perro, es un acontecimiento que excede sus experiencias cotidianas. 
Un trueno en la noche, por ejemplo. No sabe qué es, no sabe cómo huir porque el trueno estremece la tierra, el lugar en el que está parado.
Eso es un miedo animal. Un miedo inexplicable, sin sentido. Como las granadas de gas. 

sábado, 31 de julio de 2021

El gesto de van Gogh

 

Uno viene recorriendo la National Gallery. En cualquier galería, dobla distraídamente a la izquierda. Y, de pronto, un relámpago.

Uno queda deslumbrado, aturdido. No puede ser, piensa. Si he visto esos mismos girasoles en miles de láminas. Ni siquiera me gustaban demasiado. Y ahora… Ahora, el aura.

En este lienzo hay un aliento, un impulso vital. Como una brisa suave. Es el aura. Está en el óleo espeso. En cada pincelada, especialmente en esas pequeñas pinceladas blancas que muestran el brillo fugaz del jarrón.

Claro, las pinceladas son la huella matérica de van Gogh. El cuerpo mismo de van Gogh.

En ellas hay también una desesperación por atrapar la fugacidad de la vida. Van Gogh quería decorar su casa para recibir a su amigo Gauguin. Entonces se propuso un plan:

Pintaré una docena de cuadros –dijo-. El conjunto es una sinfonía en azul y amarillo. Trabajo todos los días desde que sale el sol. Porque las flores se marchitan enseguida y hay que pintarlo todo de una vez.

Antes de que se marchitaran.

No se marchitaron. El aura es inmortal.

Esa brisa suave desde el lienzo desaparece en las infinitas reproducciones de Los Girasoles, como decía Walter Benjamin. Hubiera dicho lo mismo de las visitas virtuales a los museos, bienintencionadas pero incapaces de sustituir la experiencia de intuir que, en cada pincelada, está el gesto de la mano de Van Gogh.

Still Life. Vase with fourteen sunflowers, Vincent van Gogh, 1888. National Gallery, Londres


miércoles, 19 de mayo de 2021

La mirada a lo lejos

Semeja un hormiguero de hormigas espantadas. Homúnculos que huyen. Son personas, claro; migrantes desesperados por una orilla de esperanza. Desde lejos no lo parecen. Es imposible percibir qué pasa en cada uno de ellos. ¿Qué ocurre en el cuerpo de ese hombre que trata de remontar la ladera? ¿Qué sucede en el cuerpo asustado de esa joven que trepa?

Carlo Guinzburg (el de El queso y los gusanos) dice que las batallas, las catástrofes colectivas como ésta, son invisibles. Para representarlas hay que elegir un punto de vista altísimo y lejano, algo así como un águila en vuelo. Entonces sí esta coreografía consternada. Entonces sí esta imagen que podría haber pintado Brueghel: homúnculos definidos con pocas pinceladas de colores, tierra roja de los terraplenes.

Hay que elegir, diría Guinzburg: la mirada de cerca permite captar algo que escapa a la visión de conjunto, y viceversa.

Si uno acercara la lente, podría ver que algunas de esas figuritas sin nombre son chicos no acompañados en busca de un horizonte -que, en la imagen, precisamente, no existe-. Un horror.