Primera plana de New York Post, diciembre 5, 2012 |
En el Buenos Aires antiguo, cuando alguien moría o estaba
próximo a la muerte, se tapaban los espejos con paños negros. Se temía que el
alma se mirara en ellos y prefiriera pasear su pena por el acá y no por el más
allá.
En el siglo XIX se fotografiaban los muertos. No en su
desmayado lecho final, sino en ciertas poses sostenidas con alambre, como si
estuvieran vivos. El daguerrotipo de Sarmiento ya fallecido, sin ir más lejos.
Los familiares querían una imagen última del difunto. Entonces
forzaban el cuerpo. A veces, les abrían los ojos con una cucharita de plata y
los resituaban correctamente en la cuenca. Era un modo de trucar la imagen o,
más bien, trucar la muerte. Pero la muerte se imponía, rara vez la foto
engañaba a los deudos que buscaban en ella una realidad que no era.
Aquella práctica macabra pasó. Con el tiempo, cualquiera
pudo disponer de una cámara de bolsillo y labrar la memoria de los vivos
mientras viven.
En el siglo XX, la imagen asesinó la realidad. Al principio,
la representó. Después se separó y quedó como la realidad misma, un simulacro.
Ahora, siniestramente, la fotografía ya no es una memoria de
la muerte, sino la memoria de su anticipación. Lo hace el New York Post en su primera plana. Un hombre trata desesperadamente
de subir al andén para escapar de la muerte, que tiene forma de tren
subterráneo. El conductor, que se ve perfectamente en su cabina, nada puede
hacer. El hombre está condenado. La imagen es terrible.
Habría que taparla con un paño negro.