sábado, 7 de mayo de 2016

La marca y el deseo


Ingrid Bergman en Por quién doblan las campanas, Sam Wood 
(1943), sobre la novela homónima de Ernest Hemingway (1940)
La tela ordinaria de la camisa no puede disimular ese cuerpo joven, erguido sobre sí mismo como un canto. Es suave, seguramente. Todo su cuerpo moreno dorado es ciertamente suave. El nudo de la cuerda deshilachada es una tentación de desanudamiento. Es decir, de desnudamiento, de desnudar.
Es lo que hizo Robert. Quitó suavemente la camisa, desató ese nudo desflecado. Pero antes acarició la cabeza rapada.
A María la habían rapado en la prisión de Valladolid. La habían marcado. Por eso llevaba el pelo corto, que se ondulaba como se ondula un campo de trigo maduro cuando sopla el viento.
Una noche María se le metió debajo de la manta. Aquel cuerpo, en efecto, era suave, blando, con una blandura que acongojaba. Él le acarició la cabeza desnuda. ¡Conejita!, le dijo. Y se amaron.
En Por quién doblan las campanas, la novela de Hemingway, el erotismo ocurre a partir de la marca, del desamparo. No es lo que pasa en Los tres mosqueteros de Alexandre Dumas.
Lady de Winter es todo lo contrario del desamparo. También ella es bellísima. Su cuerpo de alabastro embriaga, pero embriaga como un vino envenenado. Porque Milady es demoníaca.
En la escena de amor, D’Artagnan la retiene por su bata de fina tela de Indias. Ella se aparta de un tirón. Entonces la batista se desgarra dejando al desnudo los hombros, y sobre uno de aquellos hermosos hombros redondos y blancos, aparece la flor de lis, la marca a fuego que dejó el verdugo como signo de la infamia.
Otra vez, una marca sobre el cuerpo. La marca que, lejos de aventar el deseo, lo aviva intensamente, no importa lo infamante que sea.
Hay, pues, una relación entre la marca y el deseo. Es lo que quiere el tatuaje: ser la marca que opera como un punto de la seducción. Pero, en la posmodernidad, el tatuaje ya no es un estigma. Ahora es, apenas, un señalamiento del cuerpo, un adorno insignificante.