Paris. Le Louvre, Martin Parr (n. 1952 en Epsom, Surrey, Reino Unido), 2012
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Cuando uno se acerca, rehúsa la mirada. Si uno se obstina en mirarla
a los ojos, sonríe. Pero deja de sonreír si uno mira la boca. También la boca
es esquiva.
Entonces uno mira el pelo, el cuello, los pechos.
Pero hay como una niebla en los contornos que se esfuman.
La Mona Lisa (una contracción de Madonna Lisa, la esposa de Francesco del
Giocondo) es, antes que nada, lejanía.
Hubo una vez, no hace tanto, que no estaba debajo de
esa fría, distanciadora caja de cristal. Entonces uno podía ver de cerca la
tabla ahora craquelada.
Uno veía la materia misma del cuadro, las pinceladas
de óleo diluido en aceite. Era el aura, esa trama particular del espacio y del
tiempo en que la Gioconda había sido pintada. En cada pincelada, estaba el
pulso vivo de Leonardo da Vinci.
Ahora la helada caja de cristal está allí,
interfiriendo. Pero a nadie le importa. Miles de smartphones apuntan frenéticamente a la Gioconda desde la distancia.
Miran a través de las pantallas de los celulares que, a su vez, miran a través
del cristal de la caja.
Las manos nerviosas encuadran mal, las pantallas
están ladeadas. Los colores no son los originales. Las finas grietas de la
pintura no se ven ni por asomo. Es imposible adivinar las pinceladas. El aura se
ha perdido.
La Gioconda ya no es única. Vive malamente,
sobrevive apenas como un indicio, en esas imágenes furtivas de los smartphones.
Tenía razón Walter Benjamin. Una enorme
pobreza ha caído sobre nosotros.