Martirio di Sant'Orsola, Michelangelo Merisi
detto il Caravaggio, 1610. Pallazzo Zevallos, Napoli |
Las miradas miran. Y construyen la escena triangular.
El bárbaro (Atila) mira la saeta que él mismo clavara en el pecho mórbido
de la niña. La niña asombrada (Úrsula) mira la herida todavía sin dolor. Uno de los soldados (Caravaggio con la armadura) mira, pero
no tolera mirar. Sabe que la muerte vendrá aunque todavía no es muerte porque
la saeta acaba de ocurrir.
Lo extraordinario de este cuadro es que imagina (hace
imagen) un instante. Un infinitésimo de tiempo, un número más pequeño aún
que cualquier número real. El momento que todavía no es porque es todo
inminencia.
Ésta es la última pintura de Michelangelo Merisi dicho il Caravaggio. Dentro de poco morirá en
Porto Ercole por una estúpida infección después de un no menos estúpido duelo.
Hace unos años restauraron el Martirio. Y descubrieron un pentimento,
un arrepentimiento, un cambio de ideas. Debajo del óleo, apareció una mano que
se interponía entre Átila y Úrsula, como si el propio Caravaggio se opusiese
a la saeta. ¿Una premonición de la propia muerte tapada a pinceladas?
Por uno de esos azares museísticos, ahora coexisten en el Museo e Real Bosco di Capodimonte el Martirio di Sant’Orsola con la Salomé con la testa del Battista (1607).
En Salomé la luz caravaggesca también se hace sobre un pecho tierno. Y, otra vez, el contraste: el cándido corpiño de Salomé nada tiene que ver con esa mirada vacía, con esa boca apretada, inmisericorde.