Busto de mujer con los brazos cruzados detrás de la cabeza, Pablo Picasso, 1939. Museo Picasso Málaga
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Es Dora. Sin dudas. El mismo pelo corto. Los mismos ojos (uno de estatua). Los mismos pechos. Y la boca. Pero, sobre todo, los brazos de Dora. Dora remolino, Dora anárquica, Dora de las borrascas.
En todo caso, así veía Pablo Picasso a su amante, Dora Maar, en aquellos días soleados de Rayan.
Nunca quiso pintarla como era, sino cómo era para él: bouleversé.
Bouleversé es difícil de traducir. Quiere decir trastornada, torturada, alterada. Pero también tigra, tigra que montar.
A Pablo le importaba menos la apariencia (la máscara con la que nos damos a ver) que lo que él sentía cuando la miraba. Tigra, borrascas.
La cara como máscara de la máscara, entonces. Una máscara hecha de lo que Pablo miraba. Y olía y tocaba; su pelo y el sudor.
¿Qué pasa en tiempos del virus? Los otros amados son, apenas, la pantalla del zoom. Máscaras chatas, voces “celulares” (otra vez hablaremos de la celularidad), artificialmente quietas para no salirse de foco. Sólo caras. Máscaras mediadas por los aparatos.
¿Dónde están los cuerpos? ¿Los cuerpos que se tocan, que se huelen?