Uno viene recorriendo la National Gallery. En cualquier galería, dobla distraídamente a la izquierda. Y, de pronto, un relámpago.
Uno queda deslumbrado, aturdido.
No puede ser, piensa. Si he visto esos mismos girasoles en miles de láminas. Ni
siquiera me gustaban demasiado. Y ahora… Ahora, el aura.
En este lienzo hay un aliento, un
impulso vital. Como una brisa suave. Es el aura. Está en el óleo espeso. En
cada pincelada, especialmente en esas pequeñas pinceladas blancas que muestran
el brillo fugaz del jarrón.
Claro, las pinceladas son la
huella matérica de van Gogh. El cuerpo mismo de van Gogh.
En ellas hay también una
desesperación por atrapar la fugacidad de la vida. Van Gogh quería decorar su
casa para recibir a su amigo Gauguin. Entonces se propuso un plan:
Pintaré una docena de cuadros –dijo-. El conjunto
es una sinfonía en azul y amarillo. Trabajo todos los días desde que sale el
sol. Porque las flores se marchitan enseguida y hay que pintarlo todo de una
vez.
Antes de que se marchitaran.
No se marchitaron. El aura es inmortal.
Esa brisa suave desde el lienzo desaparece
en las infinitas reproducciones de Los Girasoles, como decía Walter Benjamin. Hubiera
dicho lo mismo de las visitas virtuales a los museos, bienintencionadas pero incapaces
de sustituir la experiencia de intuir que, en cada pincelada, está el gesto de
la mano de Van Gogh.
Still Life. Vase with fourteen sunflowers, Vincent van Gogh, 1888. National
Gallery, Londres