¡Basta de sacar cadáveres de la tierra! ¡Llamemos a la lluvia para que fecunde nuevamente la tierra cansada!
¡Basta! Uno quisiera gritar. Es exasperante. Los forenses cavan y extraen decenas de cadáveres. Los apilan prolijamente en lonas blancas. Son cuerpos descarnados, del mismo color de la tierra.
Es la puesta que Romeo Castelucci imaginó para la Sinfonía N° 2 de Gustav Mahler.
A algún crítico le pareció fatigosa esa repetida, incansable extracción de despojos.
Pero esto es, justamente, lo que nos pasó hace cincuenta años. No podíamos aguantar ya tanto espanto.
Mientras los forenses trabajaban, sonaba la música majestuosa de Gustav Mahler. Los músicos de la Filarmónica parecían endemoniados. Derramaban las trompetas imponentes y las flautas dulcísimas sobre el público.
La crítica objetó que la acción teatral ocurrió sin ninguna conexión con lo que acontecía dramáticamente. Que la sinfonía pasó por debajo.
Esa mirada desprecia la imagen de los cuerpos, potentísima. Y desestima la interpretación de Charles Dutoit y sus filarmónicos. Cualquier espectador podría haber dicho que la Sinfonía se le metió en el cuerpo. Concatenación o no.
Finalmente, ¿hubo concatenación entre el teatro y la música? No. Tampoco la hubo, hace cincuenta años, entre el horror y la vida.