jueves, 17 de octubre de 2024

Fair lady


Créase o no, ésta es Eliza Doolitle, la heroína de “My fair lady”. O, si se quiere, la protagonista de “Pigmalion” de Georges Bernard Shaw. El dramaturgo inglés se basó en el Pigmalion de la “Metamorfosis” de Ovidio, en el que un rey se prendó de una estatua. Pero a quien Shaw tenía en la cabeza era a a esta mujer: Jane Morris.

El irlandés John Robert Parsons la fotografió en 1865. Alta, delgada, de espeso cabello pelirrojo. Tenía algo de majestuoso pese a su origen francamente plebeyo. Era hija de un mozo de cuadra y de una lavandera.

Una noche de octubre, Jane acudió por casualidad a un teatro de Oxford que, para el caso, bien podría haber sido el mercado de flores del Covent Garden donde el profesor Higgins descubrió a Eliza Doolitle.


No más verla, un pintor, Dante Gabriel Rossetti, se enamoró de ella. Y le pidió que posara para él; como la reina Ginebra, nada menos. Rossetti pertenecía a la Hermandad Prerrafaelista, un grupo que rechazaba la academia y amaba un detallismo cercano al realismo francés.


No había mejor modelo para un prerrafaelista. Jane (Eliza) era bellísima, principesca y salvaje a la vez. La educaron para convertirse en la esposa de un caballero. Lo fue. Pero, acaso por revancha, tuvo varios amantes apasionados. ¿Cómo no?

sábado, 30 de marzo de 2024

El vino de Cristo


Cristo se deja aplastar en una prensa como si fuera un racimo de uvas. De él fluye el vino. Es la sangre que redime el pecado de los hombres.

De este modo se representaba antiguamente la Pasión. Un ejemplo se ve en los vitraux de la iglesia de Saint-Étienne-du-Mont de París, al lado del Panteón. Vale la pena contemplar los detalles de este vitral de principios del siglo XVII llamado Le Pressoir mystique (La prensa mística); el beso de Judas, el Papa anacrónico. Como sea, en este fragmento se advierte la alegoría de Isaías, que representa a Cristo como la vid triturada por la prensa hasta que brota el vino, que es su propia sangre.

jueves, 9 de marzo de 2023

Resurrección


¡Basta de sacar cadáveres de la tierra! ¡Llamemos a la lluvia para que fecunde nuevamente la tierra cansada!
¡Basta! Uno quisiera gritar. Es exasperante. Los forenses cavan y extraen decenas de cadáveres. Los apilan prolijamente en lonas blancas. Son cuerpos descarnados, del mismo color de la tierra.
Es la puesta que Romeo Castelucci imaginó para la Sinfonía N° 2 de Gustav Mahler.
A algún crítico le pareció fatigosa esa repetida, incansable extracción de despojos.
Pero esto es, justamente, lo que nos pasó hace cincuenta años. No podíamos aguantar ya tanto espanto.
Mientras los forenses trabajaban, sonaba la música majestuosa de Gustav Mahler. Los músicos de la Filarmónica parecían endemoniados. Derramaban las trompetas imponentes y las flautas dulcísimas sobre el público.
La crítica objetó que la acción teatral ocurrió sin ninguna conexión con lo que acontecía dramáticamente. Que la sinfonía pasó por debajo.
Esa mirada desprecia la imagen de los cuerpos, potentísima. Y desestima la interpretación de Charles Dutoit y sus filarmónicos. Cualquier espectador podría haber dicho que la Sinfonía se le metió en el cuerpo. Concatenación o no. 
Finalmente, ¿hubo concatenación entre el teatro y la música? No. Tampoco la hubo, hace cincuenta años, entre el horror y la vida.

miércoles, 30 de noviembre de 2022

Vándalos


Tod und Leben, Gustav Klimt, 1910/1915. Leopold Museum, Viena

La Muerte mira la vida con las cuencas vacías de los ojos. Los que están vivos cierran los ojos, quizá para no mirar su destino inevitable. Al costado, una mujer de labios rojos. El erotismo es, acaso, lo único que juega a la vida y a la muerte a la vez.

Pero no se la puede ver. Dos jóvenes arrojaron sobre la alegoría de Klimt un líquido negro, un remedo de petróleo. Son activistas ambientales que protestan contra la explotación de combustibles fósiles.

El reclamo es más que justo. Los capitostes de los países centrales no están dispuestos a limitar el calentamiento global a 1,5 grados centígrados. El planeta se suicida.

Los atentados contra las obras de artes tienen el propósito de romper ese negacionismo planetario. Lástima que el procedimiento esté equivocado.

Alguien dijo, con razón, que quieren comunicar la emergencia climática. Pero sólo comunican que arruinan obras de arte. Van Gogh, Vermeer, Monet y ahora Klimt.

-La Muerte nos mira –parecen decir-. Somos la vida.

Pero la tapan, la vandalizan. Eso es, en definitiva, lo que queda en el inconciente colectivo. Un acto violento, autoritario.

sábado, 4 de diciembre de 2021

El perro

Petros Giannakouris, Associated Press. Atenas, Grecia, 2008

A veces, los cuerpos son fantasmas. Sobre todo en la ficción, como el padre terrible de Hamlet. Pero esos espectros suelen significar cuerpos verdaderos. Como en esta imagen: el perro no es sino el significante de otros cuerpos angustiados por la adrenalina de la acción y el miedo.
Miremos más de cerca.
Una corrida. Un amasijo de manifestantes y policías en una nube de gas. Y el fantasma en la niebla: ese perro que ladra, las orejas echadas hacia atrás. El can se alza sobre sus patas, como queriendo la vertical humana.
Sabemos que es Atenas, 2008, los jóvenes griegos se hartan del sistema. Y un perro callejero queda atrapado en el tumulto. Pues ese perro de mil razas es el punctum de la foto, ese no sé qué fascinante que atrae la atención, que expresa el drama de la protesta reprimida.
Y es así porque el perro expresa lo que ninguno de nosotros podría enunciar: un miedo puramente animal.
Para uno, el estallido de una granada de gas es algo preciso. Para un perro, es un acontecimiento que excede sus experiencias cotidianas. 
Un trueno en la noche, por ejemplo. No sabe qué es, no sabe cómo huir porque el trueno estremece la tierra, el lugar en el que está parado.
Eso es un miedo animal. Un miedo inexplicable, sin sentido. Como las granadas de gas. 

sábado, 31 de julio de 2021

El gesto de van Gogh

 

Uno viene recorriendo la National Gallery. En cualquier galería, dobla distraídamente a la izquierda. Y, de pronto, un relámpago.

Uno queda deslumbrado, aturdido. No puede ser, piensa. Si he visto esos mismos girasoles en miles de láminas. Ni siquiera me gustaban demasiado. Y ahora… Ahora, el aura.

En este lienzo hay un aliento, un impulso vital. Como una brisa suave. Es el aura. Está en el óleo espeso. En cada pincelada, especialmente en esas pequeñas pinceladas blancas que muestran el brillo fugaz del jarrón.

Claro, las pinceladas son la huella matérica de van Gogh. El cuerpo mismo de van Gogh.

En ellas hay también una desesperación por atrapar la fugacidad de la vida. Van Gogh quería decorar su casa para recibir a su amigo Gauguin. Entonces se propuso un plan:

Pintaré una docena de cuadros –dijo-. El conjunto es una sinfonía en azul y amarillo. Trabajo todos los días desde que sale el sol. Porque las flores se marchitan enseguida y hay que pintarlo todo de una vez.

Antes de que se marchitaran.

No se marchitaron. El aura es inmortal.

Esa brisa suave desde el lienzo desaparece en las infinitas reproducciones de Los Girasoles, como decía Walter Benjamin. Hubiera dicho lo mismo de las visitas virtuales a los museos, bienintencionadas pero incapaces de sustituir la experiencia de intuir que, en cada pincelada, está el gesto de la mano de Van Gogh.

Still Life. Vase with fourteen sunflowers, Vincent van Gogh, 1888. National Gallery, Londres


miércoles, 19 de mayo de 2021

La mirada a lo lejos

Semeja un hormiguero de hormigas espantadas. Homúnculos que huyen. Son personas, claro; migrantes desesperados por una orilla de esperanza. Desde lejos no lo parecen. Es imposible percibir qué pasa en cada uno de ellos. ¿Qué ocurre en el cuerpo de ese hombre que trata de remontar la ladera? ¿Qué sucede en el cuerpo asustado de esa joven que trepa?

Carlo Guinzburg (el de El queso y los gusanos) dice que las batallas, las catástrofes colectivas como ésta, son invisibles. Para representarlas hay que elegir un punto de vista altísimo y lejano, algo así como un águila en vuelo. Entonces sí esta coreografía consternada. Entonces sí esta imagen que podría haber pintado Brueghel: homúnculos definidos con pocas pinceladas de colores, tierra roja de los terraplenes.

Hay que elegir, diría Guinzburg: la mirada de cerca permite captar algo que escapa a la visión de conjunto, y viceversa.

Si uno acercara la lente, podría ver que algunas de esas figuritas sin nombre son chicos no acompañados en busca de un horizonte -que, en la imagen, precisamente, no existe-. Un horror.