Inmigrante muerto en la playa
de Zahara de los Atunes,
Javier Bauluz, Cádiz, 2000
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Son las cinco de la tarde. El calor de septiembre en Zahara
de los Atunes, una de las últimas playas de Andalucía, justo enfrente a Tánger,
en África. Las olas cansinas. La arena gruesa.
Ellos plantaron sombrilla como quien planta una bandera.
Acomodaron la heladera de hielo y de latas. Y se sentaron soberanamente en la
lona celeste. Hace rato que están.
El cadáver también hace rato que está. Allí, a la derecha, cerca
de las rocas. En una posición extraña. La cara hundida en la arena, eso es
natural. Pero el brazo torcido, eso no es normal.
Ellos miran en esa dirección. Pero no ven al muerto. Los dos
se abrazan las rodillas, una posición como calcada. Se oye el mar de las
caracolas. Y eso es todo.
¿Qué van a hacer? ¿Arruinarse la tarde viendo la cara
abotagada del muerto? ¿Rezongar contra estos africanos que intentan cruzar el
Gibraltar en una vana balsa esperanzada? Que venga la Guardia Civil y lo quite
de allí.
Alguien encuentra el saco del muerto. Depositan sus
pertenencias en el suelo: un pañuelo, un cepillo de dientes, un billete de mil
euros, una foto del Juan Pablo II, un CD de Bob Marley y, vaya uno a saber para
qué, un metro, un metro de medir.
El muerto era una persona, le gustaba Bob Marley.
La muerte nos angustia, vaya si nos angustia. Antes había
modos de contener la agonía de la agonía: ritos, plegarias, últimas voluntades.
Y los deudos, como hemos visto, tenían las fotos mortuorias para fortalecer sus
recuerdos. Esos mecanismos caducaron, ya no creemos. De modo que evitamos la
muerte. No la olemos, no la tocamos, no la miramos.
La muerte es invisible. No porque sus manifestaciones no
puedan ser vistas, sino porque nos horroriza. Es invisible porque todo (la
civilización, diría Elías) dice que no sea vista. Los bañistas no hacen sino
cumplir ese mandato.