Doris, Shrek, película de animación de
Andrew Adamson y Vicky Jenson, 2001
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Es Doris, la cantinera de la sombría posada The Poison Apple (una alusión a la funesta manzana de Eva, diría Bruno Bettelheim, la manzana de la experiencia sexual). En esa taberna del reino de Far Far Away se reúnen los perdedores de los cuentos: el Capitán Garfio, la Reina Malvada de Blancanieves.
Doris es una de las hermanastras de Cenicienta. Quizá aquella que, en la versión de los hermanos Grimm, se cortó un dedo del pie para que le cupiera el zapato y que fue descubierta por los pájaros del bosque. Aquella, en fin, que se castró inútilmente para enamorar al príncipe.
Lo cierto es que Doris es una travestida. La delata el largo cuerpo y el cuerpo de la voz, que es la de un barítono (el periodista Larry King, para ser más precisos).
Sherk es un dibujito extraordinario. Los feos son buenos. Las princesas son malvadas. Los secretos de Pinocho, inconfesables. Pero lo más desusado es la admisión de una travestida, Doris, en ese reino habitualmente miope de los relatos infantiles.
El ideal regulatorio de los sexos, ese discurso que produce binariamente (macho/hembra) los cuerpos, opera muy tempranamente. Los cuentos para niños no son sino parte de ese relato hegemónico de los sexos.
Por eso Doris parece una fisura en el discurso dominante, una grieta en la formación misma de la sexualidad. Pero el sistema se ha apropiado de esa imagen subversiva.
Doris es buena. Doris quiere a Fiona. Doris toma el té con las otras princesas. Es una suerte de tío solterón, algo excéntrico pero inofensivo. No hay por qué asustarse.