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Memorabilia, cementerio El Salvador, Rosario, Argentina.
Foto de
Elena Luchetti, 2014
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Camino por el cementerio,
visitante de la memoria. Mis pasos resuenan, vivos. El ruido descomedido rebota en las tumbas. Me dirijo a Memorabilia, allá,
al fondo.
Me han hablado de Memorabilia. Son
imágenes del cuerpo, me dijeron. Es un muro cubierto de centenares de fotos,
esas fotos que se ponen en las lápidas o en los nichos por encima del nombre
porque el nombre poco dice de los muertos; mejor una imagen.
Sólo que estas imágenes se han caído.
Se desprendieron de sus tumbas porque los muertos migraron, se redujeron, vaya
uno a saber. Como fuere, los nombres se separaron de esas fotografías
esmaltadas que entonces perdieron lo último que los vinculaba a su referente,
el muerto. Y quedaron en los depósitos, imágenes perdidas, sin referencias.
Nadie se animó a tirarlas, acaso
por un vago sentimiento de que en esas fotos hay como un aura, un viento suave
y apacible, propio de las imágenes de los muertos. Como las viejas, que no tiran el pan a
la basura; no al menos sin darle el adiós de un beso.
Lo cierto es que el artista
plástico Dante Taparelli las rescató y las pegó en un muro del cementerio
rosarino El Salvador. Una al lado de la otra, casi uniformemente ovaladas. Mirando,
mirándonos.
Las fotos tratan desesperadamente
de ser. Para empezar, hay una mirada al objetivo, un cierto intento de
inmortalidad, aunque más no sea la precaria inmortalidad de una foto carnet.
Hay una pose, un darse ver como si en esa imagen estuviera la verdad del
cuerpo, que se pretendió trascendente.
Algo es cierto. Las fotos son una
“emanación del referente”, como decía Roland Barthes. De un cuerpo real que
estuvo allí y que reflejó la luz de esa nariz, esa boca, esos ojos que ahora
miran desde hace tanto tiempo. Igual que los rayos diferidos de una estrella.
De modo que es innegable: esas personas, en algún momento, estuvieron allí. He
ahí una humilde trascendencia.
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Memorabilia, cementerio El Salvador, Rosario, Argentina.
Foto de Elena Luchetti, 2014
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Me acerco al muro, miro las fotos
una a una. ¿Los que posaron habrán sido concientes que esa postura era,
precisamente, una im-postura? ¿Que la fotografía no les hacía justicia? ¿Y sus
deudos? ¿Habrán reconocido a aquel que perdieron cuando veían su imagen
encerradas en ese óvalo, cuya sola convexidad era un signo de la muerte? ¿Con
el tiempo se habrá desdibujado el recuerdo de aquel que era en sí mismo para
ser éste, éste que es apenas una delgada imagen?
Toda foto contiene un futuro de muerte. En el preciso instante en que
tomamos la foto de alguien para conservar un momento vivo, su vida, producimos
su muerte. El sujeto de la foto se convierte en un objeto, en una imagen, no en
una persona; es decir, se convierte en un espectro.
En estas fotografías caídas la muerte ha ocurrido dos veces. Una como vivos, otra como espectros innominados. Son incógnitas. Es ese no nombre, esa sombra, lo que hace que puedan sostener la memoria de la Muerte; así, con mayúscula.