Mueble de aseo de Fernando VII, 1830. Museo Nacional del Prado, Madrid. |
Cuando Fernando VII tenía ciertas urgencias pasaba a un
cuartito decorado con coquetos frescos y se sentaba en su mueble de aseo, vulgo retrete. Era un excusado a la inglesa con un cuerpo central (el trono, digamos) y dos
laterales con los elementos que fuera menester: pelelas y finísimos paños ya
que el papel medicado, antecesor del papel higiénico, data de 1857.
Créase o no, el retrete de Su Majestad era un instrumento de
la modernidad.
La civilización occidental empieza con el apartamiento del
cuerpo, Norbert Elias dixit. O, si se
quiere, con la exclusión de las necesidades corporales de la vida pública. En
las cortes de los reyes absolutos se estableció el pudor como norma.
La cortesía es eso. Se llamaba cortés a aquel que demostraba que tenía modales.
Nadie pretendía que no se diese salida a los vientos del
cuerpo, ya sea por arriba o por abajo. El mismo Erasmo advertía sobre las
nocivas consecuencias de retener los flatos (ventris flatum exonerat). Pero hacerlo desembozadamente ya no era
cortés. “Es una gran vergüenza e indecencia hacerlo de manera que los demás
puedan escucharlo”, enseñaba el pedagogo Jean-Baptiste de La Salle, en 1729.
El orinal de la reina Los franceses llamaban al orinal femenino bourdalou, que es como se denomina la cinta de los sombreros. Oval, claro está. |
De modo que cuando nuestro buen Fernando VII (en cuyo nombre
hicimos la revolución) se bajaba los reales calzones con recato no era sino un
adelantado de la modernidad.