sábado, 18 de mayo de 2019

El retrete de Su Majestad

Mueble de aseo de Fernando VII, 1830. Museo Nacional del Prado, Madrid. 

Cuando Fernando VII tenía ciertas urgencias pasaba a un cuartito decorado con coquetos frescos y se sentaba en su mueble de aseo, vulgo retrete. Era un excusado a la inglesa con un cuerpo central (el trono, digamos) y dos laterales con los elementos que fuera menester: pelelas y finísimos paños ya que el papel medicado, antecesor del papel higiénico, data de 1857.
Créase o no, el retrete de Su Majestad era un instrumento de la modernidad.
La civilización occidental empieza con el apartamiento del cuerpo, Norbert Elias dixit. O, si se quiere, con la exclusión de las necesidades corporales de la vida pública. En las cortes de los reyes absolutos se estableció el pudor como norma.
La cortesía es eso. Se llamaba cortés a aquel que demostraba que tenía modales.
Nadie pretendía que no se diese salida a los vientos del cuerpo, ya sea por arriba o por abajo. El mismo Erasmo advertía sobre las nocivas consecuencias de retener los flatos (ventris flatum exonerat). Pero hacerlo desembozadamente ya no era cortés. “Es una gran vergüenza e indecencia hacerlo de manera que los demás puedan escucharlo”, enseñaba el pedagogo Jean-Baptiste de La Salle, en 1729.      

El orinal de la reina
Los franceses llamaban al orinal femenino bourdalou, que es
como se denomina la cinta de los sombreros. Oval, claro está.
“Cuando se tiene necesidad de orinar – decretaba años más tarde-, es necesario retirarse siempre a un lugar apartado; y en el caso de cualesquiera otras necesidades naturales que puedan sentirse, la decencia manda que no se hagan más que en lugares en los que no se pueda ser visto”.
De modo que cuando nuestro buen Fernando VII (en cuyo nombre hicimos la revolución) se bajaba los reales calzones con recato no era sino un adelantado de la modernidad.