Hace un año, alguien hizo sopa de murciélago y se la comió. El quiróptero estaba fresco, acababan de matarlo en un puesto del mercado al aire libre; esos que llaman mercados mojados por la costumbre de limpiar inundando el suelo con agua.
Y ocurrió lo que ocurrió. Los efectos de aquella sopa se expresaron en Buenos Aires, a 19.186 kilómetros de Wuhan, China.
A los matemáticos no les extrañó. Hace rato que saben que el aleteo de una mariposa puede provocar un tsunami al otro lado del mundo. Lo dicho: de aquella sopa, estos vómitos.
Allá por los 70, en Woodstock se cantaba: We are stardust. El 73 por ciento de los átomos de nuestro cuerpo proviene de la explosión de estrellas. Somos polvo de estrellas.
Recién ahora nos damos cuenta de que ese origen estelar coincide, en el siglo XXI, con la ineludible globalización del cuerpo.
“El coronavirus es un producto de la mundialización”, sostiene el filósofo Jean Luc Nancy. No hay fronteras para el virus. Se aprovecha de que un wuhanés está vinculado con un porteño a través de una red poco menos que infinita de interconexiones. Incluso biológicas. No otra cosa es la globalización.
De modo que aprendimos algo de la peste: el cuerpo es uno (Corintios, 12:12).
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