Tod und Leben, Gustav Klimt, 1910/1915. Leopold Museum, Viena
La Muerte mira la vida con las cuencas vacías de los ojos. Los que están vivos cierran los ojos, quizá para no mirar su destino inevitable. Al costado, una mujer de labios rojos. El erotismo es, acaso, lo único que juega a la vida y a la muerte a la vez.
Pero no se la puede ver. Dos jóvenes arrojaron sobre la alegoría de Klimt un líquido negro, un remedo de petróleo. Son activistas ambientales que protestan contra la explotación de combustibles fósiles.
El reclamo es más que justo. Los capitostes de los países centrales no están dispuestos a limitar el calentamiento global a 1,5 grados centígrados. El planeta se suicida.
Los atentados contra las obras de artes tienen el propósito de romper ese negacionismo planetario. Lástima que el procedimiento esté equivocado.
Alguien dijo, con razón, que quieren comunicar la emergencia climática. Pero sólo comunican que arruinan obras de arte. Van Gogh, Vermeer, Monet y ahora Klimt.
-La Muerte nos mira –parecen decir-. Somos la vida.
Pero la tapan, la vandalizan. Eso es, en definitiva, lo que queda en el inconciente colectivo. Un acto violento, autoritario.
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