domingo, 23 de octubre de 2016

El toque

La promenade, Pierre-Auguste Renoir 
(1870), Paul Getty Museum , Estados Unidos

Hay un toque pertubador. Ella niega la mirada. Él toca su mano. La invita a la espesura del deseo. El cuadro de Renoir se llama La promenade, el paseo, una distancia a recorrer. El recorrido de ellos, entre ellos.
¿Es, pues, la imagen de un toque? Los filósofos dirían que la imagen del toque es imposible puesto que el toque es el no toque.
El toque que afecta, el toque que turba -señala Jean-Paul Nancy- “es el punto en que el tocar no toca, no debe tocar para ejercer su toque (su arte, su tacto, su gracia)”; su seducción, agregaríamos nosotros.
El poeta lo dice de otro modo. Dice Vicente Alexaindre:
Pero otro día toco tu mano. Mano tibia.
Tu delicada mano silente. A veces cierro
mis ojos y toco leve tu mano, leve toque
que comprueba su forma, que tienta
su estructura, sintiendo bajo la piel alada el duro hueso
insobornable, el triste hueso adonde no llega nunca el amor.

sábado, 7 de mayo de 2016

La marca y el deseo


Ingrid Bergman en Por quién doblan las campanas, Sam Wood 
(1943), sobre la novela homónima de Ernest Hemingway (1940)
La tela ordinaria de la camisa no puede disimular ese cuerpo joven, erguido sobre sí mismo como un canto. Es suave, seguramente. Todo su cuerpo moreno dorado es ciertamente suave. El nudo de la cuerda deshilachada es una tentación de desanudamiento. Es decir, de desnudamiento, de desnudar.
Es lo que hizo Robert. Quitó suavemente la camisa, desató ese nudo desflecado. Pero antes acarició la cabeza rapada.
A María la habían rapado en la prisión de Valladolid. La habían marcado. Por eso llevaba el pelo corto, que se ondulaba como se ondula un campo de trigo maduro cuando sopla el viento.
Una noche María se le metió debajo de la manta. Aquel cuerpo, en efecto, era suave, blando, con una blandura que acongojaba. Él le acarició la cabeza desnuda. ¡Conejita!, le dijo. Y se amaron.
En Por quién doblan las campanas, la novela de Hemingway, el erotismo ocurre a partir de la marca, del desamparo. No es lo que pasa en Los tres mosqueteros de Alexandre Dumas.
Lady de Winter es todo lo contrario del desamparo. También ella es bellísima. Su cuerpo de alabastro embriaga, pero embriaga como un vino envenenado. Porque Milady es demoníaca.
En la escena de amor, D’Artagnan la retiene por su bata de fina tela de Indias. Ella se aparta de un tirón. Entonces la batista se desgarra dejando al desnudo los hombros, y sobre uno de aquellos hermosos hombros redondos y blancos, aparece la flor de lis, la marca a fuego que dejó el verdugo como signo de la infamia.
Otra vez, una marca sobre el cuerpo. La marca que, lejos de aventar el deseo, lo aviva intensamente, no importa lo infamante que sea.
Hay, pues, una relación entre la marca y el deseo. Es lo que quiere el tatuaje: ser la marca que opera como un punto de la seducción. Pero, en la posmodernidad, el tatuaje ya no es un estigma. Ahora es, apenas, un señalamiento del cuerpo, un adorno insignificante.

sábado, 2 de abril de 2016

El orden de los canteros


Satan semant l'ivraie, Félicien Rops, 1882










































































La figura espectral cruza el Sena nocturno. Las piernas larguísimas se adelantan al cuerpo esquelético. El zueco campesino aplasta las torres de Notre Dame.
La cara ni siquiera es una calavera. Apenas un rictus bajo el sombrero alón. 
En el vientre, entre los pliegues de la camisa labriega, lleva semillas como hombres. Semillas hombres que va sembrando sobre la ciudad dormida.
Todo será confusión en París. Porque los Hijos del Mal (el espectro es Satanás) se mezclarán con los Hijos del Reino. Y nadie los reconocerá porque parecen iguales (Mateo 13:24-30). Es la parábola del trigo y la cizaña.
La cizaña es considerada una maleza del trigo. La palabra maleza proviene del latín malitĭa, pariente de la idea de maldad. Nombrar una planta como maleza es una operación simbólica que consiste en separarla de las plantas “buenas”. Es lo que hacemos cuando apartamos los “yuyos” del jardín. Consideramos a los yuyos como “malas hierbas” porque nos molestan, porque desordenan el orden de nuestros canteros. Y los arrancamos, aunque formen una pradera de menta.
Lo mismo hacemos con la cizaña, a la que consideramos mala per se. Es injusto. La cizaña suele ser parasitada por un hongo producido por una toxina que se prende al grano. De allí que, en ese caso, su harina resulte tóxica. Pero no es la cizaña, sino el hongo.
Lo malo, lo oscuro, lo impuro (ese otro modo de nombrar a Satanás) no son las espigas de la cizaña, sino el hongo que las intoxica.
Es cierto, no resulta fácil separar el trigo de la cizaña. Es parecidísima al trigo. También es cierto que la cizaña envenenada es difícil de distinguir de la cizaña sana, a la que de todos modos seguimos llamando maleza.
Pero es necesario ser buenos jardineros. No vaya a ser que exterminemos a las semillas hombres sólo porque se parecen en el color, en el habla, en la etnia cuando lo que tenemos que hacer es arrancar los hongos. No vaya a ser que impongamos el orden cruel de los canteros.







Con el trigo y la cizaña pasa lo mismo que con los cuerpos. Son esencialmente iguales, pero hay quien los percibe como legítimos o alienados (y aun abyectos), según se plieguen o se aparten de un orden social.