La lección de anatomía del dr. Nicolaes Tulp, 1632, Mauritius, La Haya, Países Bajos |
Parece Cristo muerto. Pero la lividez cadavérica desmiente el milagro de la resurrección. No es Cristo, sino Adriaan Adriaanszoon, que mató a un guardia de la cárcel de Utrecht y pagó con la horca por ello.
La triquiñuela de este cuadro de Rembrandt son las miradas que convergen en diagonal sobre la pinza del doctor Nicolaes Tulp. Porque el cuerpo es el actor principal. Pero es esa pinza la clave de la escena.
Adriaan, Tulp y los otros fisgones están en Waag, la puerta de San Antonio de la Amsterdam amurallada. Es un teatro de anatomía, el lugar de las disecciones donde la muerte enseña los misterios de la vida.
El dispositivo teatral está solícitamente ordenado para facilitar la mirada. El cuerpo iluminado en el centro del anfiteatro. Alrededor, los que miran. El disector no está, ese oficio sangriento es innoble. El demonstrator, el doctor Tulp, señala la anatomía diseccionada; el cómo el milagro de la sangre, de los músculos, del latido. Con la pinza, narra una filosofía del cuerpo y sus partes.
La vida es el caos; la falta, el deseo. La muerte es el orden; la naturaleza que aplana, que inmoviliza, que le ha ganado la partida a la vida desordenada.
Es curioso entonces que la muerte le enseñe a la vida. Sobre todo porque, como dice Ricardo Monti, “en la muerte el cuerpo queda ahí, en su abierta desnudez. Y uno descubre que lo que amaba no era ese cuerpo, sino el movimiento que lo ocultaba”.