Dánae recibiendo la lluvia de oro, Tiziano, circa 1153. Museo del Prado |
La piel es nacarada, casi transparente. La lluvia de oro desciende, se acumulará como un arroyo fecundo en el sexo. El gesto de la pierna que se estira y que se abre ligeramente es un acomodarse, una espera. Y la mano se pierde, difusa, entre las piernas. Como presintiendo el goce.
Es Dánae, que será fecundada por Zeus, el dios que se hace esperma de oro y penetra en el reducto cerrado con cuatro llaves por el padre. Es hermosíma. Uno quisiera que no estuviera allí esa sirvienta oscura y masculina, la alcahueta que abre su delantal como si fuera otro útero para recibir las pepitas de oro. Que no estuviera tampoco ese perro enroscado que denota a la cortesana. Uno quisiera sólo la blancura de ese cuerpo desnudo.
Pero no nos engañemos, Tiziano pintó esta Dánae casi manierista para entretener a Felipe II, que la mostraría únicamente a sus gentilhombres. Se sabía (o se creía) que la modelo era Ángela, la amante del cardenal Farnese. Tal vez. Lo cierto es que el mito cuadraba con la doctrina cristiana: “Si concibió de Júpiter gracias a una lluvia de oro –decía Franciscus de Retza-, ¿por qué el Espíritu Santo no iba a poder fecundar a la Virgen?”
Como fuere, el cuadro es una celebración del cuerpo femenino. Un cuerpo ocluido: esta mujer, como las del Renacimiento, carece de hendidura vaginal. Desde los griegos, las hembras no tienen esa raja que conduce al reino de los muertos o, lo que es peor, al infierno. Habrá que esperar tres siglos para que Courbet nos muestre el origen del mundo.