Varón de dolores, Maarten van Heemskerck, 1532, Museo de Bellas Artes de Gante, Bélgica |
Aquí Cristo es “varón de dolores” (Is. 53:3). Los ángeles se disputan la carne resucitada. La mano muestra el estigma, la marca. El costado todavía sangra un poco, dando prueba de la sangre renacida. El cuerpo, espléndido. No podría ser de otro modo, es el cuerpo de la resurrección.
Tampoco podría ser de otro modo el pene apenas velado, poderoso. Es el símbolo de la restauración después de la muerte. Como Osiris, con el miembro viril enhiesto después de que Isis lo recogiera en pedazos del Nilo. El falo no es sino la inmortalidad. Siempre lo fue.
En el Renacimiento, era frecuente la mostración ostensible de los genitales de Cristo, como en este cuadro ciertamente manierista del holandés van Heemskerck. El acontecimiento de la resurrección, diría Badiou, consiste en que Cristo es humano; un varón de dolores experimentado en el quebranto, dice Isaías. La llamada ostentatio genitalium venía a confirmar esa carnalidad paradojalmente gloriosa.
No pocos artistas renacentistas mostraban con orgullo el pene de Cristo como testimonio de la pujanza de la carne, de la derrota de la muerte. Después vinieron otros tiempos. En la capilla de Sixto IV, los genitales majestuosos de El Juicio Final fueron tapados con trapos vergonzosos. Es una lástima que el cristianismo renunciara a este cuerpo del pene insurrecto.