Il ratto di Proserpina, Gian Lorenzo Bernini, circa 1621 (detalle).
Galería Borghese,
Roma.
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La carne de mármol no sería carne,
no temblaría como tiembla, sin la codicia de esos dedos. Los latidos alocados
de la carne son porque los dedos se hunden, interrumpen la sangre blanca. La
piel estalla como las olas contra el peñasco.
Él es Hades (Plutón en la mitología
romana), el dios del inframundo. Sus súbditos son sombras y toros negros. Todo lo
que nace inevitablemente cae en su reino, como las hojas muertas que se
amontonan al pie de los árboles esperando su mutación en humus.
Ella es Perséfone (Proserpina
entre los romanos). Se bañaba en un lago de la Sicilia griega cuando fue
raptada por Hades. Perséfone se convirtió en una diosa-raíz porque en la primavera
escapa del mundo invernal de los muertos y adorna la tierra de flores y espigas
de trigo.
Pero ahora es el momento del
rapto. Ahora es cuando Hades rapta a Perséfone. La desea como se desea, violentamente.
“El campo del erotismo es el campo
de la violencia, el campo de la violación”, escribe Georges Bataille. Ocurre que en el erotismo hay una
tragedia: los amantes son seres discontinuos, distintos uno de otro. Hay un
abismo de pieles insobornables. Ésta es la tragedia. Los amantes quisieran que la
discontinuidad (el ser otros) se sustituya por la continuidad (el ser uno final),
que es imposible porque en ese punto está la muerte. En los amantes hay un amoroso
y violento deseo de disolución del otro.