viernes, 31 de enero de 2014

El castigo del deseo

Quién sabe de dónde viene esta imagen, que flotaba sin nombre en el océano digital. No importa, lo que vale es lo que dice.
Dice árboles que se rehúsan. Manzanas rojas, higos de leche dulce, granadas con vientre de carne morada. Las ramas bajas son, sin embargo, demasiado altas. Se ofrecen pero se rehúsan.
El hombre se estira como la cuerda de un arco que todavía no se rompe. Se empina, tiende las manos desesperadas. No hay caso. Los frutos se dejan apartar por el viento, que es su modo de rehusarse.
Es, qué duda cabe, la imagen del deseo. El deseo que se instala incómodo entre el cuerpo que quiere y los frutos que no. El deseo que es viento. El viento, que es lo único que toca simultáneamente el cuerpo y los frutos.
Después venimos a saber que es Tántalo, que se animó a romper la ley de su padre Zeus. Comió el néctar y la ambrosía inmortales en la mesa de los dioses. Mató a su hijo, coció sus dulces pedazos y los sirvió en un banquete horrible.
Tántalo quebró lo que no se podía quebrar, la interdicción de la carne. De modo que fue condenado a sufrir sed y hambre perpetuas. Como el deseo que, para ser, se rehúsa.