Der tote Crhistus im Grab, 1521/22, Hans Holbein, el Joven. Museo de
Bellas Artes de Basilea
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Las uñas todavía crecerán. El pelo
y la barba nazarena también. Pero se pudre. Irremediablemente, se pudre.
Los músculos mantienen aún el espasmo
de la muerte benévola, sangrada, de la lanza en el costado. Por eso no es cierto
el cuerpo estirado demacradamente en la tumba. Alguien ha debido quebrar los codos
y los hombros, que guardaban todavía la memoria rígida de los maderos cruzados.
Los ojos sin brillo hacen como que
miran, pero no ven. La boca entreabierta hace como si tragara desesperadamente
aire para vivir, pero no. Está muerto, encerrado en su propia muerte. No hay
redención en esta imagen.
El cuerpo de Cristo muerto en la tumba es una violación del mandato católico: el Jesús devastado
por la muerte no se mira, no se toca. El tránsito hacia el acontecimiento (en términos
de Badiou), el milagro de la resurrección, no debe tener testigos. Hay un régimen
de no ser visto.
Porque, si no, ¿cómo creer? ¿Cómo
imaginar la irreversibilidad del rigor
mortis, de los gusanos del después? “Frente a este cuadro uno no tiene otro
camino que perder la fe”, dijo Fedor Dostoievsky. Si el día anterior a su agonía
hubiera visto esta imagen –escribe en El
idiota-, hasta Cristo hubiera vacilado en ir hacia la crucifixión y la
muerte.
Claro que hay otra posibilidad. Cuanto
más real, cuanto más desencajado se imagine el Cristo del sacrificio, más desmesurada
será la gloria de la resurreccrión.
Hans Holbein (1497/1543) era amigo
de Erasmo, de Tomás Moro, de Cromwell. Nada más lejos de él que las representaciones
renacentistas italianas del Cristo muerto; bellísimas pero también fastuosas
como la corte papista. Es probable que haya tomado literalmente a Isaías: “Subirá
cual renuevo [vástago que echa el árbol después de podado o cortado] de él, y
como raíz de tierra seca; no hay parecer en él, ni hermosura; le veremos, mas
sin atractivos para que le deseemos” (Isaías, 53:2).
Holbein, pues, imaginó al Cristo
muerto como lo opuesto al ícono al modo italiano. “El ícono –dice John Berger-
redime a través de las plegarias que alienta con los ojos cerrados. ¿Es posible
que el coraje de no cerrar los ojos pueda ofrecer otra clase de redención?”