Cuerpo mármol. Piel mármol. Dulce mármol dormido.
En el cuerpo hay una ligera torsión. Un torcimiento que se inicia en la cabeza ladeada. Sigue en la línea de la columna, que se hunde en el nacimiento de los glúteos suaves. Y se quiebra en la pierna blandamente flexionada.
Pero entonces el cuerpo no está dormido. Finge. Simula el sueño voluptuoso.
Este cuerpo que yace en el mármol desde hace más de mil años es la copia romana de un bronce original del griego Policleto. Unos desprevenidos frailes carmelitas la encontraron, a principios del siglo XVII, entre las ruinas de las termas de Dioclesiano, en Roma.
Bernini le agregó el lecho en el que reposa y, dicen, también la pierna izquierda seductoramente alzada. ¿La escultura sería la misma sin esa torsión sutil? Probablemente no.
Mirémosla desde el otro costado. Unos pasos apenas.
Hermaphrodite endormi, desde otra perspectiva |
Nos perturba. ¿Cómo podría no perturbarnos esa ambigüedad seductora como un abismo?
Es Hermafrodita, el hijo de Hermes y Afrodita. Una vez, cuenta Ovidio en el libro IV de Las matemorfosis, la náyade Sálmacis vio al muchacho. “Y visto -dice el poeta-, deseó tenerlo”.
Sálmacis: “…si alguna prometida tienes, si a alguna dignarás con tu antorcha, / si es que alguna tienes, sea furtivo mi placer, / o si ninguna tienes, yo lo sea, y en el tálamo mismo entremos”.
El muchacho se negó, pero la náyade lo ciñó como una serpiente, con la cola le abrazó las expandidas alas. Hasta que sus cuerpos se fundieron como un metal incandescente. Ni lo uno, ni lo otro y también lo uno y lo otro.
Éste es el mito del deseo devorador de Sálmacis, que por la gracia de los dioses se hizo uno con el desdichado Hermafrodita. La náyade saldó la diferencia con su amado, esa falta que le hizo desearlo. Hizo uno de dos. Pero ahí murió el deseo porque ya no hubo, justamente, una diferencia.
Para nosotros, una imposibilidad. Para nosotros, la falta. Para nosotros, la gloria del deseo.