miércoles, 3 de junio de 2015

La larga sombra del espejo


Lucio Victorio Mansilla, circa 1910
Mira fijamente a los ojos. Es lo único estable. Detrás, las imágenes se desdoblan en un amague de infinito. Pero no, son cinco. Cinco galeras, cinco cuerpos. Podrían ser más, uno tiene que contarlas. Lo real se confunde con el artificio del espejo.
Mira con arrogancia. Inquisición de monóculo con aro de carey. Coquetería de bastón de caña de malaca.
Mira porque el espejo somos nosotros. Se mira en nosotros.
Dicen que esta fotografía de Lucio Victorio Mansilla (1831/1913) fue compuesta en el legendario taller Witcomb. Tal vez, pero bien podría ser un autorretrato. Un modo de construcción de sí mismo a través de estas imágenes inestables, imprecisas, ambiguas.
No es fácil encuadrar (en un sentido literal) a Mansilla. Charlista, militar, político fallido, duelista, sobrino de Juan Manuel de Rosas. Se ha dicho que fue “uno de los representantes más hermosos de la vieja sociabilidad porteña”.
Macanas, fue sobre todo un dandy. Y habrá que ver hasta qué punto este dandy es un exponente de la clase alta o, por lo contrario, un borderline, un fronterizo que la niega desde su marginalidad para, paradójicamente, confirmarla.
El dandy no pertenece más que a sí mismo. Desprecia la mediocridad de los burgueses. Lo que le importa es, justamente, diferenciarse de ellos. Es eso: la diferencia.
Su instrumento es el espejo. Se exige ser sublime sin interrupción, sostenía Baudelaire; duerme y vive ante el espejo. No para complacerse en su imagen porque no está enamorado de ella, sino para comprobar cómo puede mejorarla. Yo soy como me gusto, diría Sabine Melchior-Bonnet. O, mejor aún, yo soy como gustan. Es una enajenación de la imagen, un fetiche.
Mansilla se pavoneaba (Je posais, confesaba) en los salones de París. Le encantaba que creyeran que usaba corsé, como Sarah Bernhardt, y que se pintaba con albayalde (un polvo tóxico de color blanco), para hace resaltar su barba.
Era una teatralidad sin descanso. Algunas veces, entre bambalinas, se cansaba de falsificarse. En una  rara ocasión se sinceró: “Todos perseguimos la sombra de algo que no alcanzaremos jamás: pasar por lo que no somos”.
Cuando nos vamos, el espejo es nada.