Es una calle de Nueva York, pero podría ser Buenos Aires o Bangkok. Hay algunas coordenadas convencionales: West 44th Street, one way, el reloj que da las dos menos veinte. Pero no es lo importante. Lo importante son los cursores que recortan la figura de algunos de los transeúntes. En especial, ése. Ése, a la izquierda, que habla sospechosamente por su celular. La pantalla advierte: “Podría matar por un aumento”.
La imagen fue generada por la máquina. Una formidable computadora que procesa instantáneamente la información proveniente de los cajeros automáticos, las cámaras de seguridad, los videos de tránsito, los satélites que giran aburridos alrededor de la Tierra.
La máquina produce imágenes indiciarias. A cada uno lo identifica con su número de seguridad social. He ahí decenas de indicios. En base a ellos clasifica, mide, encuadra, separa a las personas que interesan de la multitud irrelevante.
Las videocámaras nacieron como una necesidad de la seguridad. Queríamos que nos miraran, que nos custodiaran. Después, no nos dimos cuenta que esas lentes insomnes nos miraban, nos seguían adonde fuéramos, incluso dentro de casa. Ahora la máquina es omnividente. Y también prevé, como una pitonisa infalible.
Ésta es la ficción que propone Person of interest, la serie de Warner.
¿Qué tiene que ver esto con el cuerpo? Todo, porque de lo que se trata es de la incapacidad del cuerpo ante la tecnología. Nuestros ojos son incapaces de mirar la infinidad de imágenes que generan constantemente cientos de miles de ojos mecánicos. Aun cuando nos sentáramos ante un muro ilimitado de pantallas, no podríamos mirarlas, es decir, discernir qué es lo relevante y qué no. De modo que hay un mundo de imágenes no miradas, imágenes que miran sólo las máquinas. Un mundo inquietante de miradas sin dueño.