Desde mi estudio, Fortunato Lacámera, 1938,
Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires
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El balcón se abre al Riachuelo. El sol entra oblicuo. Repite
la reja sobre el suelo, marca su territorio sobre la mesa y los listones de
madera.
Las puertas, rectas. El parquet, recto. La mesa, recta. Las
rectas aquietan la imagen. La suspenden en el espacio y en el tiempo. Por eso
la quietud, por eso el silencio.
Hay espejos. Los espejos vidrios espejan el afuera. Pero es
el adentro lo que importa. El espejo con marco de madera refleja apenas el
frasco, probablemente aguarrás para limpiar los pinceles que pintan esos ocres
blandos, curiosamente sensuales.
¿Dónde está el cuerpo? Aquí, aquí adentro, en la intimidad. Hay
un cuerpo que se define en la intimidad. Eso es Fortunato Lacámera (1887/1951):
un modo de mirar(se) en los espejos del adentro.
Afuera, cientos de obreros cruzan a la isla Maciel en el
transbordador, las anclas se levantan, las grúas bajan y suben con quejas de
acero. El batifondo llega de lejos. Adentro, Lacámera pinta ventanas
entornadas, celosías que apenas dejan pasar la luz, pisos de madera que esperan
los pasos para crujir. Lacámera pinta la misteriosa sombra del hombre.