Fatata Te Miti (Près de la mer) Paul
Gauguin, 1892,
National Gallery of
Art, Washington
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Hay aquí algo de preternatural, algo que excede lo natural. Es lógico, se trata del paraíso, un paraíso inexistente.
En realidad, los cuerpos que pinta Eugène Henri Paul Gauguin (1848/1903) son los cuerpos de la utopía. Una utopía de cuerpos bellísimos, límpidos, luminosos. Una utopía de cuerpos incorpóreos, diría Foucault.
Cuando Gauguin llegó a Tahití, hacía rato que los misioneros habían corrompido de cristianismo a la cultura polinesia. Quedaba muy poco del primitivismo que había ido a buscar aquel parisino harto de París. Los pintores académicos como Bouguereau habían matado la creatividad y hasta el impresionismo le quedaba chico a este precursor del arte abstracto. No le quedó más remedio que inventar un paraíso.
Pero aun el Edén tiene frutos amargos. Volvamos al cuadro; un árbol lo cruza, agorero. En las ramas, flores blancas de largos filamentos. Los tahitianos muelen las raíces del árbol y, en bajamar, las dispersan entre las rocas mojadas. Los peces quedan atontados, fácil presa de hombres con módicas lanzas, como el que se ve al fondo.
Las flores blancas son la muerte. La muerte que termina con los cuerpos utópicos.