miércoles, 28 de noviembre de 2012

El paraíso

Fatata Te Miti (Près de la mer) Paul Gauguin, 1892
National Gallery of Art, Washington
La arena es intensamente rosada. Se cree mar con ese movimiento como de ola. Los cuerpos son dorados. Una de las mujeres está zambulléndose en el mar azul caliente. La otra se quita el pareo.
Hay aquí algo de preternatural, algo que excede lo natural. Es lógico, se trata del paraíso, un paraíso inexistente.
En realidad, los cuerpos que pinta Eugène Henri Paul Gauguin (1848/1903) son los cuerpos de la utopía. Una utopía de cuerpos bellísimos, límpidos, luminosos. Una utopía de cuerpos incorpóreos, diría Foucault.
Cuando Gauguin llegó a Tahití, hacía rato que los misioneros habían corrompido de cristianismo a la cultura polinesia. Quedaba muy poco del primitivismo que había ido a buscar aquel parisino harto de París. Los pintores académicos como Bouguereau habían matado la creatividad y hasta el impresionismo le quedaba chico a este precursor del arte abstracto. No le quedó más remedio que inventar un paraíso.
Pero aun el Edén tiene frutos amargos. Volvamos al cuadro; un árbol lo cruza, agorero. En las ramas, flores blancas de largos filamentos. Los tahitianos muelen las raíces del árbol y, en bajamar, las dispersan entre las rocas mojadas. Los peces quedan atontados, fácil presa de hombres con módicas lanzas, como el que se ve al fondo.
Las flores blancas son la muerte. La muerte que termina con los cuerpos utópicos.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Memorias de una joven formal

Simone de Beauvoir según 
Art Shay, 1950

Es la intimidad misma. Se recoge el pelo ante el espejo mínimo, tacaño. Está por salir, de otro modo no tendría los zapatos de taco alto. Las pecas, la piel de naranja de las nalgas son los de una mujer que ha pasado los cuarenta.
La fotografía, evidentemente, está tomada desde el dormitorio a través de la puerta del baño, como si alguien espiara. Pero ella debe haber oído el clic de la cámara. ¿Sabe que alguien está escudriñando? ¿Y, si no lo sabe, cómo entró el intruso?
La imagen es inquietante en sí misma. Mucho más si se sabe que esa mujer desnuda es Simone de Beauvoir (1908/1986). La que, un años antes de esta fotografía, había publicado El segundo sexo.
En 1950, Simone de Beauvoir y el escritor Nelson Algren, su amante, habían alquilado una casa en Idaho, a orillas de un lago. Los acompañaba Art Shay, un fotógrafo de Life Magazine que siempre andaba con su Leica a mano.
Un día cualquiera “vi a Beauvoir salir del baño y peinarse frente al espejo –relata Shay, ¿el intruso?-. Le tomé rápidamente dos o tres tomas y ella oyó el clic. Naugthy man [Hombre travieso], me dijo, sin no obstante cerrar la puerta ni pedirme que dejara de tomar fotos”.
Simone de Beauvoir según Le Nouvel Observateur, 2008


Muchos años después, en el verano boreal del 2008, Le Nouvel Observateur publicó en tapa la foto de Simone desnuda. Lo más curioso es que la retocó. Le quitó las pecas, alisó la celulitis, adelgazó los muslos. Tan luego a ella, a la que no parecía inhibirle su desnudez.


miércoles, 14 de noviembre de 2012

La mirada de Victorine

Le déjeneur sur l’herbe según Milo Manara

Es antes del almuerzo. El bosque es el mismo, cerca de Argenteuil; se oye el murmullo cercano del Sena. Ahí están Gustave y Ferdinand, como siempre. Sólo que ahora también hay otro hombre, con unos bocetos en la mano. Quizá el propio Édouard Manet. Casi todo lo demás es una cita de Le déjeneur sur l’herbe, su obra emblemática porque allí muestra un desnudo en un contexto inesperado.
La inclusión de Manet no es la diferencia más radical de esta cita. El pintor ya estaba en su obra, lo único que hace Milo es hacerlo visible. La gran novedad ahora es la representación del cuerpo femenino. Victorine ya no nos mira. No necesita nuestra mirada para confirmarse. Camina, esbelta, rítmica. La cabeza levemente inclinada hacia Édouard, que a su vez la mira.
Quién sabe por qué Le déjeneur sur l’herbe, de Édouard Manet, es un ícono de la modernidad. Los íconos se repiten, pero se resisten a ceder su misterio. En 1865, Claude Monet hizo una pobre versión. En 1961, Pablo Picasso trató de atrapar el signo en veintisiete pinturas y más de cien dibujos; no lo logró. Hasta Matt Groening hizo una réplica con los Simpson.
El que estuvo más cerca fue el historietista Milo Manara (Bolzano, Italia, 1945). El maestro del comic dice que lo más difícil de dibujar en una mujer desnuda es la mirada. La mirada de Victorine desnuda está en los ojos de Édourd Manet. No por acaso.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

El gusto por lo kitsch

La toilette de Venus, William-Adolphe Bouguereau, 
1873, Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires
Los pechos redondos como el hueco de una mano. El cuerpo de nácar y luna.
Le tiene sin cuidado que miremos su desnudez, al contrario. Sonríe una sonrisa adolescente.
Ahora bien, ¿ésta casi niña es Venus, la diosa romana, la misma que los griegos llaman Afrodita? ¿La del ceñidor mágico que hacía caer de rodillas a los dioses y a los hombres? ¿La que engañaba a su marido Vulcano, el dios forjador cojo, con el broncíneo Marte? No parece. Ésta es una Venus sosegada, una de esas muchachitas de provincia que cualquier burgués quiere llevar a la cama.
No se puede negar que William-Adolphe Bouguereau (1825/1905) fue un hombre de su época. Y su época era la del imperio falso de Napoleón III y Eugenia Montijo.
Nadie podía negarle la maestría del trazo, que había aprendido de David e Ingres. Nadie podía desmentir el preciosismo que regala la vista. Nadie podía refutar esos desnudos nacarados. Por eso era el niño mimado de la Académie des Beaux-Arts.
Mientras, a pocas cuadras, en el Salon des Refusés, los impresionistas plantaban bandera. Los desnudos de Manet, Renoir, Degas no eran realistas, no eran perfectos. Pero eran de verdad.
Los cuerpos desnudos de Bouguereau tienen algo (mucho) de kitsch.
La palabra kitsch –dice Milan Kundera- designa la actitud de aquel que quiere gustar a cualquier precio al mayor número de gente posible. Para gustar hay que confirmar lo que todo el mundo quiere oír, estar al servicio de las ideas establecidas. Lo kitsch es la traducción de la estupidez de las ideas establecidas al lenguaje de la belleza y de la emoción. Nos arranca lágrimas de ternura por nosotros mismos, por las banalidades que pensamos y sentimos.
Nuestros buenos burgueses coleccionistas de la Generación del 80, aquellos que querían establecernos la Patria, trajeron de París decenas de desnudos del academicismo francés. Entre otros, esta Toilette de Venus. No fue por casualidad.