La toilette de Venus, William-Adolphe Bouguereau,
1873, Museo Nacional de
Bellas Artes, Buenos Aires
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Le tiene sin cuidado que miremos su desnudez, al contrario. Sonríe una sonrisa adolescente.
Ahora bien, ¿ésta casi niña es Venus, la diosa romana, la misma que los griegos llaman Afrodita? ¿La del ceñidor mágico que hacía caer de rodillas a los dioses y a los hombres? ¿La que engañaba a su marido Vulcano, el dios forjador cojo, con el broncíneo Marte? No parece. Ésta es una Venus sosegada, una de esas muchachitas de provincia que cualquier burgués quiere llevar a la cama.
No se puede negar que William-Adolphe Bouguereau (1825/1905) fue un hombre de su época. Y su época era la del imperio falso de Napoleón III y Eugenia Montijo.
Nadie podía negarle la maestría del trazo, que había aprendido de David e Ingres. Nadie podía desmentir el preciosismo que regala la vista. Nadie podía refutar esos desnudos nacarados. Por eso era el niño mimado de la Académie des Beaux-Arts.
Mientras, a pocas cuadras, en el Salon des Refusés, los impresionistas plantaban bandera. Los desnudos de Manet, Renoir, Degas no eran realistas, no eran perfectos. Pero eran de verdad.
Los cuerpos desnudos de Bouguereau tienen algo (mucho) de kitsch.
La palabra kitsch –dice Milan Kundera- designa la actitud de aquel que quiere gustar a cualquier precio al mayor número de gente posible. Para gustar hay que confirmar lo que todo el mundo quiere oír, estar al servicio de las ideas establecidas. Lo kitsch es la traducción de la estupidez de las ideas establecidas al lenguaje de la belleza y de la emoción. Nos arranca lágrimas de ternura por nosotros mismos, por las banalidades que pensamos y sentimos.
Nuestros buenos burgueses coleccionistas de la Generación del 80, aquellos que querían establecernos la Patria, trajeron de París decenas de desnudos del academicismo francés. Entre otros, esta Toilette de Venus. No fue por casualidad.