Trois têtes d’aigle et trois têtes
d’hommes en relation
avec l’aigle,
Charles Le Brun, Musée Louvre, Paris
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Son iguales. La mirada depredadora. La frente tirada hacia atrás. La
nariz pico. Hombres y águilas. Si uno mira bien, hay algo humano en esas
águilas enojadas como hombres enojados. Y algo animal en esas caras enojadas
como águilas.
¿Quién no ha visto una cara caballuna? ¿Una cabeza simiesca? ¿Unos ojos
de lechuza asustada? ¿Unos dientes de conejo?
Basta trazar algunos triángulos en la cabeza humana. Hay que calcular con
precisión el ángulo de los ojos -la parte noble del rostro- con relación a la
glándula pineal que, como cualquiera sabe, es donde reside el alma. Entonces
uno está en condiciones de atribuir a cada quién a qué animal semeja y, por
ende, qué pasiones lo agitan.
Al menos esto pensaba Charles Le Brun (1619-1690), el Premier Peintre du Roi, el cortesano que
diseñó el Salón de los Espejos de Versalles, el hombre que inventó el estilo
Luis XIV. Y que quería hacer un catálogo de las emociones suponiendo que se
pueden deducir las virtudes y defectos de una persona a partir de la semejanza
de su rostro con un animal.
Le Brun escudriñaba con empeño qué dicen del alma las apariencias
corporales. No era el primero (antes fue Giovanni della Porta, después Descartes), ni sería
el último. Es natural, el rostro es un mediodecir, como sostiene Le Breton.
Remite tanto a la semejanza como a la diferencia infinitesimal. El asunto es
que para estar en el mundo hay que catalogar a quien tenemos
enfrente rápidamente, sin ambigüedades. Entonces medimos cráneos, labramos cartas astrales,
formamos prontuarios. Como si el Otro fuera descifrable.