miércoles, 3 de octubre de 2012

La corona del miedo

Passos da paissão (detalle), Antônio 
Francisco o Aleijandinho Lisboa, s. XVIII. 
Congonhas do Campo, Minas Gerais, Brasil

Los ojos asustados. Almendrados, como esas figuritas de porcelana que vienen de Macao. La barba acaracolada y partida en dos. El pelo, como olas. Y la sangre, la sangre. 
Pero el punctum de esta imagen es la corona de espinas, encasquetada hasta las cejas, deslizada hasta allí por los latigazos o el madero indócil que se venía encima. Es ese detalle espontáneo el que lo dice todo. El que da miedo.
Es lo que espera el barroco, después de todo. Despertar el temor a Dios. Y al pecado, que está escondido en cada pliegue del cuerpo cristiano.
Esta talla espléndida, perdida en las serranías tropicales del Brasil portugués de fines del siglo XVIII, estaba labrada para infundir miedo. Como lo inspiraba sin querer el tallista, Antônio Francisco Lisboa (1730/1814), a quien llamaban o Aleijandinho (diminutivo de aleijado, lisiado, tullido).
Era un mulato como tantos, hecho (o mal hecho) en la cama ocasional de un arquitecto portugués con una negra tintineante, que sólo fue liberada en su bautismo. Aleijandinho era oscuro, bajo, crespo, orejón, cogotudo.
Un mal día, no se sabe si por cierta sífilis, empezó a deformarse. Perdió los dedos de los pies de modo que caminaba de rodillas. Las manos se le hicieron garras y sólo le quedaron los pulgares y los índices.
Así, ese desdichado tullido talló las preciosidades que talló, como el Vía Crucis de Congonhas. Hizo ese Cristo bellísimo como el revés de su propio cuerpo lisiado. He ahí la maravilla.
Aleijandinho, el del escoplo atado con cuerdas a la mano mutilada, daba miedo. Y quería que Cristo, el de la corona espinada, sangrante, diera miedo. Miedo al cuerpo propio –parafraseando a Carpentier-, miedo a la simiente que se vierte en el vientre.