Passos da paissão (detalle), Antônio
Francisco o Aleijandinho Lisboa, s. XVIII.
Congonhas do Campo, Minas Gerais, Brasil
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Los ojos asustados. Almendrados, como esas figuritas de
porcelana que vienen de Macao. La barba acaracolada y partida en dos. El pelo,
como olas. Y la sangre, la sangre.
Pero el punctum
de esta imagen es la corona de espinas, encasquetada hasta las cejas, deslizada
hasta allí por los latigazos o el madero indócil que se venía encima. Es ese
detalle espontáneo el que lo dice todo. El que da miedo.
Es lo que espera el barroco, después de todo. Despertar el
temor a Dios. Y al pecado, que está escondido en cada pliegue del cuerpo
cristiano.
Esta talla espléndida, perdida en las serranías tropicales
del Brasil portugués de fines del siglo XVIII, estaba labrada para infundir miedo. Como
lo inspiraba sin querer el tallista, Antônio Francisco Lisboa (1730/1814), a
quien llamaban o Aleijandinho
(diminutivo de aleijado, lisiado,
tullido).
Era un mulato como tantos, hecho (o mal hecho) en la cama
ocasional de un arquitecto portugués con una negra tintineante, que sólo fue
liberada en su bautismo. Aleijandinho era oscuro, bajo, crespo, orejón,
cogotudo.
Un mal día, no se sabe si por cierta sífilis, empezó a
deformarse. Perdió los dedos de los pies de modo que caminaba de rodillas. Las
manos se le hicieron garras y sólo le quedaron los pulgares y los índices.
Así, ese desdichado tullido talló las preciosidades que
talló, como el Vía Crucis de Congonhas. Hizo ese Cristo bellísimo como el revés
de su propio cuerpo lisiado. He ahí la maravilla.
Aleijandinho, el del escoplo atado con cuerdas a la mano
mutilada, daba miedo. Y quería que Cristo, el de la corona espinada, sangrante,
diera miedo. Miedo al cuerpo propio –parafraseando a Carpentier-, miedo a la
simiente que se vierte en el vientre.