El entierro del señor de Orgaz, El Greco, circa
1587, Iglesia de Santo Tomé, Toledo
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Un modo de mostrar este cuadro de cuerpos portentosos es imaginarlo
como un carbón que arde. Abajo, la llama amarilla del oro eclesiástico y el
negro todavía no encendido de los caballeros. Arriba, el humo que se eleva
gris. Gris hacia el cielo de grises cuerpos alargados, inverosímilmente
retorcidos, fantasmales como imágenes que quedan en la retina.
En esa pirámide de carbón ardiente hay una jerarquía de
cuerpos. Los cuerpos carnales de los caballeros que rodean al muerto; los
ángeles intermedios; el Cristo y la virgen y los santos.
Los cuerpos mortales
son figuras nítidas, ordenadas como esa golilla que les disciplina el cuello y
el porte. Los cuerpos celestiales son como el humo, como volutas ingrávidas.
Gilles Deleuze lo dice mejor: “En lo alto, allí donde el
conde es recibido por Cristo, hay una liberación loca: las Figuras se enderezan
y se alargan, se afinan sin medida, fuera de cualquier constricción. A pesar de
las apariencias, ya no hay historia que contar, las Figuras están liberadas de
su papel representativo, entran directamente en relación con un orden de
sensaciones celestes”.
Los cuerpos del cielo de El Greco (1541/1614) no tienen nada
que decir, nada que representar. Simplemente, remiten al código cristiano donde
todo está dicho. El griego pinta las figuras divinas con una fantasía que
permite cualquier cosa.
“No hay que decir ‘Si Dios no existe está todo permitido’, dice Deleuze.
Es justo lo contrario. Porque con Dios está todo permitido. Es con Dios que
todo está permitido”.
Carlos Casagemas se suicidó a los veinte años por una novia
que no lo quiso. Su amigo Pablo Picasso pintó entonces este entierro binario. Un
sepelio también de tierra y de cielo. Pero con niños y putas. Y un alma que se
escapa en un caballo blanco.
El entierro de Casagemas, Pablo Picasso,
1901,
Musée d’Art Moderne, Paris