Sansón cegado por los filisteos, Rembrandt Harmenszoon van Rijn, 1636,
Städel Museum,
Frankfurt, Alemania
|
Lo están dejando ciego. No puede haber si no violencia en
esas armaduras y esos cascos relucientes. Un filisteo amenaza con una lanza a
Sansón tumbado en el suelo, pero es innecesario. Dalila huye de la tienda con
las tijeras de la castración simbólica.
La luz ilumina el cuerpo de Sansón. La hoja del puñal se
hunde en el ojo. Le duele, claro que le duele. Pero no es eso lo peor.
El dolor lacerante está en el pie. Se levanta en el centro
mismo de la escena, en ese escorzo que abre un precipicio. El pie iluminadísimo
se come la oscuridad de la escena. Es allí donde está el sufrimiento de Sansón.
Somos hermanos de los animales en el dolor. Para ellos es un
fenómeno fisiológico; un rasgamiento de la piel, un golpe en el hígado, un
derramamiento de los humores. No lo es para nosotros.
Nuestra experiencia del dolor depende de la cultura, de
quiénes somos, de qué sentido le damos. Por eso los umbrales de sensibilidad
varían enormemente de unos a otros.
El dolor de Sansón es innegable. Rembrandt (1606/1669) lo
dice en el ojo acuchillado. El caudillo de los israelitas siente que su vida se
ha visto abruptamente paralizada por esa sensación agudísima que lo
empequeñece.
Pero lo malo es el sufrimiento moral. Ese dolor del alma, si
es que ésta existe, se expresa en el pie contraído de dolor. Sansón sufre
porque perdió su condición de héroe, porque ahora es un hombre. Un hombre
insignificante, diría alguien. Sí, insignificante puesto que la significación
mística se ha derrumbado.
En un tiempo, Sansón de nuevo poderoso intentará restaurar
su mito derrumbando las columnas del templo que caerán también sobre él. Pero
ya ha conocido el dolor de ser apenas un hombre.