Fotograma de Blow up, Michelangelo Antonioni, 1966
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Los árboles encuadran los arbustos, allí, detrás. El cielo
lechoso no tiene ninguna importancia, sirve para que se recorte el follaje. El
pasto se extiende como una sábana recién tendida. En esta imagen no hay punctum, nada que punce la mirada, un
punto que atraiga la atención porque rompe la monotonía. Es un paisaje, un paisaje
y nada más.
Pero, claro, un paisaje es un espacio que se ve desde un
sitio. Para que sea un paisaje es necesaria una mirada. Como la de Thomas.
Thomas es un fotógrafo interesado en los paisajes o, más
bien, en la representación de los paisajes. Acaba de pasar por una casa de
antigüedades buscando cuadros de paisajes. El dependiente le dice que no hay.
Cuando se para delante de un cuadro que sí es un paisaje, le dice que está
vendido; que están todos vendidos. El dueño de la tienda (también de los
paisajes) no está. Thomas maquina comprar el local.
Fotograma de Blow up, Michelangelo Antonioni, 1966
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Se va al Maryon Park, en un barrio de Londres. En el parque
solitario hay una pareja. Toma unas
instantáneas furtivas como hace él, disparando una y otra vez como un cazador
ansioso. Son interesantes. Le parecen serenas, piensa incluir las imágenes en
un próximo libro de fotos después de otras, muy violentas, para equilibrar.
Vuelve a su estudio. Revela el rollo, hace las primeras
copias. Algunas tienen un fondo (el mismo fondo que el ojo ha abstraído para
poder mirar la pareja) donde aparecen figuras borrosas entre los matorrales.
Las amplía para discernir de qué se trata. Las amplía dos, tres veces. Hasta
que descubre un cadáver en el suelo, la silueta de un asesino, el contorno de
un arma.
Fotograma de Blow up, Michelangelo Antonioni, 1966
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Le ha pasado como a Bill, su amigo pintor, que hace algo
semejante al expresionismo abstracto, a lo Jackson Pollock. El artista le ha confesado que, al principio,
sus cuadros no le dicen nada. Es un lío, un desorden, dice. Hasta que, con el
tiempo, adquieren forma y sentido. “Como una pista en una novela policial”.
Thomas le encuentra sentido a ese follaje confuso ampliando
frenéticamente las imágenes. Entonces descubre un cadáver. Entre el follaje ha
habido un asesinato. Regresa al parque. Pero no hay ningún cadáver.
Thomas no entiende. ¿Dónde está la realidad? ¿Dónde la
ilusión?
En el parque, unos mimos juegan al tenis sin raquetas, ni
pelota. Otros mimos miran el vaivén de la pelota inexistente. Hasta que sale de
la cancha. Le piden al fotógrafo que la recoja. Corre hasta donde ha caído la
pelota imaginaria. Y la devuelve.
Esto es lo que narra Michelangelo Antonioni (1912/2007) en
su película Blow up (1966). La tesis
es sencilla: las imágenes, esos indicios de la realidad, eso que indica que
allí ha estado algo que ahora no está, son traicioneras. Son una pista falsa.
La realidad no está allí. Quizá no haya estado nunca.
“La paradoja es que, rebasando el umbral de reconocimiento o
inteligibilidad, la imagen no se vuelve hiperrealista, en el sentido de que
continúa suministrando escalas de información más detallada, sino que se vuelve
abstracta y ambigua. La paradoja es que al superar exageradamente una escala de
representación discernible se pierde toda la información visual de la escena
inicial dando paso en cambio a la información intrínseca del propio soporte de
la película (el grano, los arañazos, las formas inconexas de blancos y negros).
(…)
¿De qué están hechas las imágenes, cuál es su material
básico, su metafísica? La respuesta nos reenvía ya no al cadáver de un cuerpo
inerte que simula la muerte, sino al propio cadáver de la representación”.
Blow up blow up, Joan Fontcuberta, editorial Periférica, España, 2010
El residuo de la experiencia debía ser lo matérico que hay
en la imagen. No quedó nada; deformidades quemadas sobre el celuloide que hoy
serían píxeles sin sentido. No imágenes.