Morning sun, Edward Hopper,
1952, MoMA, Nueva York
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La mujer está sentada sobre una cama de sábanas lisas, casi
sin arrugas. No pasa nada. Tal vez no vaya a pasar nada. Tal vez siga allí,
ingrávida, como vacía. Está en el centro de la imagen, pero no es lo central.
Lo fundamental es la mirada. Mira hacia afuera por la ventana. Pero no vemos lo
que mira. Eso es lo que le da ese aire metafísico, ese algo que está más allá.
En la pintura del estadounidense Edward Hopper (1882/1967) no hay
narraciones, ni gestos. Hay una tensión hacia el movimiento, pero no un
movimiento. Son cuadros prematuros,
como dice Ivo Kranzfelder.
También son cuadros incompletos. Necesitan de nuestra mirada
para tener un sentido, para ser. Es como el cuerpo, que necesita de la mirada
del otro, aunque más no sea la mirada otra de sí mismo en el espejo.
El gran dilema del cuerpo es, precisamente, cómo discurre
entre la piel que define un adentro y la piel que define un afuera. No somos
sino esa articulación entre lo que somos y lo que no somos.
Hopper estaba obsesionado con esa frontera inasible. Decía
que lo más difícil era pintar a la vez un interior y un exterior. En sus
mujeres siempre hay una tríada: la mujer en el adentro, el aire en el afuera y
la ventana que media entre ellos. Y no improvisaba.
Estudio para Morning sun, Edward Hopper, 1952, MoMA, Nueva York |
Antes de pintar definitivamente Morning sun, hizo un estudio en tiza y lápiz. Sobre ese papel
provisorio decidió minuciosamente los colores. Así, la indicación de una sombra
más oscura (darker shadow) en la nuca
señala lo interior. Como los reflejos fríos de la sábana (cool reflections from sheat) sobre el muslo revelan los efectos de la
luz externa. Y el semitono frío (cool
hatftone) en la pantorrilla es consecuencia, justamente, del juego entre la luminosidad de afuera y la oscuridad de adentro.
En la luz, como en el cuerpo, como en la vida, hay un drama
de tinieblas y claridades. Hopper lo sabía.