L’homme qui marche, Alberto Giacometti, bronce,
1991 |
El cuerpo parece un hilo apenas desmentido por una cabeza somera.
Descarnado, el cuerpo. Sin músculos, ni piel. La piel, si la hay, es el bronce
moldeado por unos dedos nerviosos, rápidos.
Camina. Pero los largos brazos no se balancean
alternadamente en la marcha. Pie derecho con mano izquierda, pie izquierdo con
mano derecha. No, las manos quietas, juntas. Este inesperado descompás es lo
que da movimiento al cuerpo; la contradicción entre los pies que caminan y las
manos que no. He aquí la clave de esta imagen.
De L’homme qui marche de
Alberto Giacometti (1901/1966) se ha dicho de todo. Que expresa la sinrazón del
mundo que denunciaba el existencialismo. Que declara el inexpugnable
extrañamiento del cuerpo respecto del propio cuerpo. Que es la máxima expresión
de la influencia del arte etrusco primitivo sobre este escultor suizo.
Los que esgrimen la teoría etrusca recuerdan aquellas hieráticas estatuillas filiformes que se ofrendaban en los santuarios para convencer a los
dioses que les dejaran vivir después de muertos.
Hay una marcada semejanza, es verdad. Pero también una
diferencia abismal: los hombres que caminan de Giacometti son hombres que en verdad caminan, que están en el renovado equilibrio inestable que tenemos cuando
caminamos.
“Un hombre que camina en la calle –decía el escultor- no pesa nada, mucho menos en todo caso que el mismo hombre desvanecido o muerto. Se balancea sobre sus piernas. No siente su carga. Esto es lo que inconcientemente quería restituir en mis siluetas afinadas, esa ligereza”. El cuerpo es un cuerpo leve que se mueve; si no, no es un cuerpo. Ésta es la lección de Alberto Giacometti.Estatuilla votiva de un santuario etrusco, bronce, s. III a.de C