miércoles, 5 de junio de 2013

Soldaditos de plomo

Después de la batalla de Curupaytí, Cándido López, 1893. Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires
Soldaditos. Diminutas manchas rojas que se mueven sobre un campo lodoso. La pólvora negra mancha el cielo. Allá, en el horizonte, hay, no se sabe, árboles o cañonazos.
¿Adónde está encaramado el que mira? No hay árbol tan alto. No hay lomas tan altas en Curupaytí. Debe ser que el que mira necesita altura (una altura que no hay) para mirar una epopeya que no hay.
El que pinta es Cándido López (1840/1902). Quién sabe qué siente cuando pinta. Curupaytí es el lugar donde una granada le llevó el brazo derecho. Hace veintisiete años.
López, el manco López, empezó a mirar (y a reproducir la mirada) con la daguerrotipia. Él miraba, pero la mirada llevaba un minuto para fijarse en la lámina de plata. En ese minuto se jugaba la imagen. Debía prever entonces el encuadre, la composición, los detalles, sobre todo los detalles. Esto es lo que aprendió.

Después de la batalla de Curupaytí (detalle)


Después, la Guerra del Paraguay; la canallesca guerra. Después, Curapaytí y el brazo. Después, la batalla que fue una derrota. Un puñado de hombres diezmó a los guerreros de la Triple Alianza, entorpecidos por ese campo lodoso. Años después, Bartolomé Mitre, el comandante de aquel desastre, le encargó a López que pintara la “epopeya” de la Guerra Grande. Por eso la mirada desde lo alto.
Pero si nos acercamos, si recorremos ese cuadro de un metro y medio, vemos. Vemos los soldaditos que arrastran los cadáveres de otros soldaditos. El fusilamiento de un caído con una espada inútil en la mano. Los prisioneros derrengados. Los cuerpos tirados como si no fueran cuerpos. 
Vistos de cerca, los soldaditos vivos de López tienen ojos como agujeros, bocas como líneas negras. Sólo se reconoce a los muertos.