miércoles, 4 de septiembre de 2013

La sombra de la sombra

Santo Sudario, Catedral Metropolitana
de San Juan Bautista, Turín, Italia
Un rostro. Desvaídamente, un rostro. Por la boca amarga. Por los ojos muertos. Quizá por los ríos de sangre que bajan de las espinas. Ésta sería, pues, la imagen de Cristo.
Moisés le preguntó cuál era su nombre. Yo soy el que soy, dijo. No Jesucristo, que era la carne. Sino Yo, el que soy, que era el dios.
Y para cuando los cristianos le preguntaran cuál era su imagen, dejó la imagen de una imagen. 
Al menos es lo que narra Jacopo della Voragine (1230/1298) en la Legenda Aurea: “Y yendo yo a llevar el lienzo al pintor para que me diseñase –dice que dijo Verónica-, mi Señor salió a mi encuentro y me preguntó adónde iba. Cuando le manifesté mi propósito, me pidió el lienzo y me lo devolvió señalado con la imagen de su rostro venerable”. Era en el huerto de Getsemaní y Jesús habría elegido dejar a la posteridad esa imagen de su cuerpo. 
Uno no puede menos que pensar en Plinio el Viejo (23/79 d. de C.), quien sostenía que los orígenes del retrato se remontan a la primera vez que alguien circunscribió el contorno de la sombra de un hombre. La hija del alfarero Butades de Sición, en Corinto, desolada porque su amado saldría a la guerra, dibujó su perfil sobre la pared a la luz de una vela. Fue el primer retrato, la presencia de la ausencia del amado. 
De modo que el retrato no nació de mirar directamente al rostro, sino de dibujar la sombra de su perfil. Es el cuerpo, la carne de la Naturaleza, el que genera la imagen primera. También Cristo, entonces.
También Cristo confió su imagen al sudor, no importa si fue en el huerto de Getsemaní, en el camino a la cruz o en la cueva de la muerte. Es el sudor lo que dibuja, lo que imprime la tela. 
Este rostro pálido de siglos es la representación de la representación de un cuerpo ausente. La imagen de una sombra.